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Hace muchos años en Valledupar, a principios de los noventa, me encontraba en pantaloneta, descalzo y sin camisa, debajo de un palo de mango disputando con mis amigos la vuelta a Colombia con ‘bolita de uñita’, cuando alguien a todo pulmón vociferó mi nombre. No tuve inconveniente en reparar que se trataba de la misma voz de quien en ocasiones se convertía en una pesadilla castrense, sobre todo cuando aparecía con una ramita 'pelá' de matarratón en la mano, pero para mi fortuna en esa oportunidad el tono era considerablemente amistoso.

Era mi tía Marta, que quería que fuera a la Caja Agraria a pedirle el saldo de la cuenta. Era un tema de casi todos los días y a este pecho por lo general, a pie o en bicicleta, le correspondía hacer un recorrido de casi media ciudad para buscar el bendito saldo. No había opciones, tenía que bañarme y cambiarme para hacerle el mandado. Cuando estuve listo tomé mi gloriosa y cuidada Monareta, niquelada tipo cross, (esa que atrevidamente regaló mi papá años después), y me fui a cumplir la importante misión familiar de traerle el saldo a mi tía.

Me puse mi suéter favorito, uno que hacía alusión a la gaseosa Fanta Naranja. Lo había ganado tres días antes entregando en un camión tapas de la bebida. Me encantaba porque era de tela satinada y los colores de la publicidad resplandecían. Además cuando lo llevaba puesto en la bicicleta y la brisa sacudía, podía sentir la caricia de la prenda en mi piel. 

En el camino no tuve contratiempos. Acomodé la bicicleta en un poste diagonal a la entidad bancaria y le puse la cadena de seguridad. Sudado entré al banco ubicado en el primer nivel del que sigue siendo el edificio más alto de Valledupar con 14 pisos. Como mi tía tenía un amigo cajero no me tocó hacer fila, solo me acerqué, le entregué un papelito firmado por ella en donde se leía la solicitud del saldo y quedé a la espera de la devolución del mismo con la cifra anotada.

Pero ese día hubo un inconveniente con el sistema y de pie, a un lado de la ventanilla, me tocó quedarme esperando más tiempo de lo normal. Mientras lo hacía, llegó nada más y nada menos, que el cantante de vallenatos más famoso del momento: El Cacique de la Junta, Diomedes Díaz. 

Saludó a todos con afecto, cuando me miró le respondí con una sonrisa nerviosa. Reparé su atuendo, vestía jeans, una camisa manga larga de cuadros y unas sobresalientes botas café puntiagudas que combinaban con un bolso estilo carriel que llevaba debajo del brazo. 

Cruzó algunas palabras con el cajero de al lado; también tendría que esperar, por lo que se quedó de pie a mi lado. Era la primera vez que lo veía en persona, lo cual me produjo profusa emoción, recordé que en la familia hablaban de la amistad que tenía con mi abuela, me llené de coraje y le pregunté si la conocía. Sin dejar su amplia sonrisa no solo me dijo que la conocía, también señaló que le tenía mucho cariño.

Pocos minutos después regresaron los cajeros y al primero que despacharon, por supuesto, fue al cantante que iba por lo mismo que yo, el saldo. Cuando le dieron el papelito, se despidió con el desparpajo y la alegría que siempre lo caracterizó y tomándome por el hombro me dijo, 'mijo, me saludas a Ocha', y se marchó.

En el camino de regreso no sentía las pedaleadas, iba embebido de la impresión de haber hablado con el gran Diomedes Díaz. El suéter de Fanta que él había tocado, no permití que lo lavaran nunca más.

Yo tendría unos 12 años. En el barrio Sicarare, donde nací, todo giraba en torno a la música. Mi abuelo, compositor vallenato vivía a dos casas, en la esquina un guitarrista de un conjunto, en la otra un acordeonero, y en la cuadra siguiente un cantante, y todos, absolutamente todos los muchachos de esa época queríamos ser cantantes como Rafa ó Diomedes, u acordeoneros como Juancho e Israel.

La música de aquellos años era sublime. Niños y adultos aprendíamos las canciones y con ellas explorábamos y nos aproximábamos a diferentes expresiones del sentimiento. La literatura poética y narrativa era una constante; podíamos transportarnos a esos lugares maravillosos al lado de nuestros ríos, donde 'las mariposas al ver la belleza de las mujeres detenían el vuelo y se convertían en flores y los árboles sucumbían y se inclinaban ante los encantos del amor'.

De ese tiempo es el Diomedes que prefiero recordar.