Concebido por Meme en la misma cama de lienzo donde Pilar Ternera había engendrado a su bisabuelo Arcadio, Aureliano nace en el remoto páramo andino, como su abuela Fernanda, y una monja lo lleva en una canastilla al comal de Macondo.
Oculto y cautivo por su abuela, avergonzada de su condición de menestral, crece como un buen salvaje. Se parece más que hijo negado al tipo de los Buendía, con sus pómulos pronunciados de tártaro, la línea nítida de los labios y el aire de solitario sin redención.
De mirada parpadeante y distraída, interesado en el conocimiento científico de la aldea, dueño de una memoria de elefante, de una erudición enciclopédica y de un don de lenguas excepcional, pobre y con hambre vieja, es el gran sabio de origen macondiano.
A diferencia de la mayoría de los Buendía —Rebeca, Amaranta, el coronel— dados a la escritura de cartas y poemas, su vocación es la de intérprete, el hermeneuta que no ceja hasta descifrar el enigma de los pergaminos de Melquíades que habían intrigado en vano a las generaciones anteriores de la familia.