Fruto de un amor intenso, pero incestuoso, traído al mundo por una truculenta comadrona, nació el último Aureliano, el bordón de la estirpe.
Cuando parecía reunir la fortaleza y el voluntarismo de los Josearcadios y la lucidez y la clarividencia de los Aurelianos, tan necesarias para redimir la decadente familia, y rescatarla del abismo de la soledad, su padre, al observarlo con cuidado, encontró que en la parte del cuerpo que desaparece cuando uno se sienta tenía un apéndice anormal: una cola cartilaginosa en forma de tirabuzón y con una escobilla de pelos en la punta.
La agonía de su madre desangrándose tras el mal parto distrajo a todos del destino del niño. Cuando su padre recordó, lo que alcanzó a ver fueron los pedazos pelados de pellejo que las hormigas coloradas, tropezando con una y otra piedra, conducían a su guarida, mientras el furioso viento bíblico que habría de barrer a Macondo de la faz de la tierra intensificaba sus estertores apocalípticos.