Compartir:

La fundación de Macondo se debe a la punción de una culpa, de un remordimiento: la carga moral que acosa a José Arcadio Buendía por haber matado, de un lanzazo, en un duelo de honor, a Prudencio Aguilar, en una ranchería, cuando este, por haber perdido una pelea de gallos, le recrimina que su mujer Úrsula Iguarán siga siendo virgen después del matrimonio.

Así, por la presencia del fantasma de Prudencio que los atormenta, huye de la ranchería indígena con su mujer y otros aventureros, buscando una tierra que nadie les ha prometido, donde fundan a Macondo, una aldea que pasa por varios estadios: mítico, legendario, circular, cotidiano, histórico.

Ello hace de José Arcadio Buendía el patriarca, el fundador, el que va a dar las primeras normas para la conducción de la vida pública en Macondo, hasta cuando llegan el poder estatal representado en el corregidor Apolinar Moscote y el poder clerical encarnado en el padre Nicanor Reyna.

Dueño de una afiebrada imaginación, José Arcadio Buendía trata de convertir en aparatos prácticos y útiles los inventos que los gitanos presentan al pueblo como maravillas circenses: hielo, lupa, imanes, catalejo, bolas de cristal para el dolor de cabeza, dentadura postiza, astrolabio, brújula, sextante, mapas, laboratorio de alquimia, esteras voladoras, daguerrotipo.

Mientras Úrsula representa la cordura, José Arcadio Buendía es el tronco de donde surge la línea de locura por la que transitan los Buendía y las empresas delirantes que agotan bienes y tiempo y acaban en el fracaso, como el querer darle a la lupa un uso de instrumento de ataque en una improbable guerra solar, concentrando los rayos solares sobre la tropa enemiga, o usar los imanes para desenterrar el oro de la sierra, o probar lo que ya estaba probado —aunque él no lo sabe—: que la tierra es redonda. Finalmente la locura lo lleva a una reacción violenta en que quiere destruirlo todo, empezando por los laboratorios y talleres, hasta que es dominado por varios hombres que lo amarran al castaño del patio. El día de su muerte cae una nutrida llovizna de florecitas amarillas.