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El mayor de los Buendía era un hombre de cabeza y espalda cuadradas, pelo parado como crin de mulo, cuello de bisonte con la medallita de la Virgen de los Remedios, brazos, pecho y espalda poblados de tatuajes y en la muñeca derecha la esclava de los niños en cruz.

Con dificultad pasaba por las puertas comunes y su fuerza física descomunal contrastaba con la escasez de su imaginación. Su paso dejaba la sensación de un movimiento telúrico que desquiciaba la casa.

Muy joven se fue con la tribu de los gitanos y regresó tras darle sesenta y cinco veces la vuelta al mundo, habiendo comido carne humana, con la piel curtida del hombre de mar, un cinturón dos veces más grueso que la cincha de un caballo y hablando un español atravesado.

Campeón en torneos de comelones, José Arcadio, experto en eructos bestiales y cuyas ventosidades marchitaban a las begonias, con la fuerza suficiente para ganarles pulseando a cinco hombres al mismo tiempo y un sexo descomunal, tatuado con letreros azules y rojos en varios idiomas, que exhibía sobre el mostrador de las cantinas y lo rifaba entre las meretrices, el banquete rabelesiano de su vida encontró el sosiego y el sentido de la realidad por su matrimonio con Rebeca, su hermana de crianza, cuando se dedicó a cazar y a trabajar las tierras de nadie que colindaban con el patio de la casa.

Su muerte violenta y nunca esclarecida fue memorable por el hilo de sangre que salió de su oído y llegó hasta la casa de su madre avisándole del suceso y por el imborrable olor a pólvora de su cuerpo.