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Hace 30 años, en los días finales de febrero de 1985, Óscar Collazos llegó a Barranquilla, procedente de Barcelona. Le dio la bienvenida una sofocante ráfaga de calor que poca mella pudo hacerle, acostumbrado como estuvo a otros recibimientos similares en La Habana o en Buenaventura, ciudades que también habitó y de cuyos recuerdos hacía ostentación.

La Cámara de Comercio le había invitado para dictar una conferencia sobre La modernidad de la Literatura Hispanoamericana. Hay que decir que tenía 15 años de residencia en la ciudad condal, y que ya era un escritor de vasto reconocimiento, narrador de ficciones y analista de la realidad política, hecho a base de talento y de pasión. La audiencia resultó en mucho superior al espacio, y los asistentes debieron esforzarse por escuchar el derroche de su ilustración. Se desplazaba por fechas, cifras, y anécdotas que habían sido llevadas al salón de la fama de su memoria emotiva. Habló a placer de la obra de José Martí, Rubén Darío, Amado Nervo, Vicente Huidobro, José Asunción Silva, César Vallejo, Nicolás Guillén y Jorge Luis Borges, entre otros escritores cuyas obras consideraba la respuesta al romanticismo tardío que se conoció con el nombre de Modernismo.

Hay quienes afirman que en su juventud, al lado de Camilo Torres, había hecho incursiones por estos lares trayendo el credo de la liberación. Es muy probable pues con él hizo estudios de Sociología en la U. Nacional. Después fue visto con Germán Vargas, el padre de los escritores de esa generación, haciendo proselitismo literario. Eran los días en que publicó sus primeros relatos, experimentales, que deslumbraron por su fuerza, por el tratamiento diferente en el manejo de la técnica literaria en los que desnuda a los protagonistas en su intimidad, dándole amplitud a sus sentimientos, intentando reflejar la situación de nuestro mundo. Aquellos primeros escritos, de marcado realismo, se desenvuelven en entornos urbanos y eso, de por sí, ya es un elemento innovador.

De sus orígenes habló muchas veces. Su padre, un caleño ávido de aventuras, se había sumado a un grupo que pretendía doblegar la selva aledaña a Bahía Solano, en el Chocó. Allí se había proyectado localizar el tramo final de un canal interoceánico que competiría, en ubicación geográfica y estratégica, con el de Panamá. Esa ilusión fue efímera. El paludismo, el desencanto y la ceguera de la clase dirigente menguaron ilusiones e ímpetus. Bajo la adversidad de esas condiciones nació y allí vivió Collazos hasta los siete años, cuando su familia se trasladó a Buenaventura. Una buena parte de su infancia y la más turbulenta adolescencia, hasta cumplir los veinte años, estuvo ligada a los burdeles y desarraigados de este puerto, el principal sobre el Pacífico. Su relación con la literatura se da en poca intensidad. Su casa, muy cerca del matadero municipal, estaba rodeada de chozas y tugurios, habitados por afrodescendientes que, en las noches, dejaban escuchar sus lamentos rituales y sus tambores hasta el amanecer. Sus noches eran las noches del chagualo, de los cantos fúnebres, de los ritos espirituales. Allí conoció y bailó la guaracha–que entonces no se llamaba salsa, como ahora–.

Este retrato de Óscar Collazos de autoría del artista Alex De la Torre

A Bogotá fue con la intención de estudiar Sociología en la Universidad Nacional. De las clases poco le importaba, casi todo el tiempo estaba tirado sobre los prados leyendo literatura, haciendo comentarios de textos, lecturas en grupo. Por aquellos días publica sus primeros cuentos en El Espectador, y conoció a Camilo Torres, quien le insistió para que no se retirara de la carrera, pero ya las cartas de su vida estaban echadas. Regresó a la aventura de Cali, una vida bohemia, llena de episodios subyugantes: se vinculó al Teatro Escuela de Cali, TEC, y a Enrique Buenaventura, su director. Escribió obras para teatro que tuvieron una tardía repercusión. Recopiló unos cuantos cuentos en El verano también moja las espaldas, historias de Bahía Solano, el tratamiento sin tapujos del despertar sexual, la música de sus preferencias, el habla popular, los dramas sociales. Con ellos ganó el Festival de Arte de Cali, en 1965.

Regresó a Bogotá 1967

De esa época es rescatable el trabajo que realiza junto a Germán Vargas y Plinio Mendoza. Poco antes había sido celebrado por Gabriel García Márquez y Álvaro Cepeda Samudio. De allí resultaría su primera experiencia en el Caribe, cuando Cepeda lo invitó a Barranquilla. De su mano recorrería los sitios que le servirían para reconocerse en ese mundo fantástico que viviera, años antes, García Márquez con sus amigos.

Cuando se restablecieron las relaciones diplomáticas de nuestro país con la URSS, un grupo de personalidades, entre las que cabía un escritor joven, fue invitado para conocer la realidad de los países de la denominada Cortina de Hierro. No regresó con la delegación, para vivir la aventura parisina donde vivió los acontecimientos de Mayo del 68. Al finalizar ese año retornó a Medellín. Había dispuesto sus cachivaches para instalarse cuando recibió una invitación para hacer parte del jurado del concurso Casa de las Américas. Pero en esos días Mario Benedetti regresó a Montevideo luego de su enorme cantidad de años en el exilio, dejándole su cargo como director en el Centro de Investigaciones Literarios, de La Habana.

A finales de 1969, Ángel Rama le pidió escribir para el semanario Marcha, de Montevideo; un ensayo sobre la relación entre escritura y compromiso político. Escribió La encrucijada del lenguaje. Vargas Llosa y Cortázar también escribieron sobre el asunto y se desarrolló un gran debate de réplicas sucesivas que fueron seguidas en todo el continente, y cuyo contenido se publicó un año más tarde en México, por la editorial Siglo XXI, bajo el título 'Literatura y revolución y revolución en la literatura'. Aquellos fueron días de reflexión político-cultural, años de enriquecimiento en el campo de la formación ideológica. Regresó a Colombia, tras una corta estadía en Estocolmo, para trabajar como corresponsal de Prensa Latina durante un año. Después, en octubre de 1972, se fue a Barcelona. Con Crónicas de tiempo muerto es finalista del Premio Biblioteca Breve de Novela, en su primera versión, galardón que era concedido anualmente por la editorial Seix Barral a una novela inédita en lengua castellana. Publica Los días de la paciencia y A golpes, que marcan su regreso a la editorial Siglo XXI. En Buenos Aires publica una serie de textos poéticos, a la manera de ensayos, miscelánea que toma el nombre de Biografía del desarraigo. Al año siguiente regresa a Colombia y se estaciona en Bahía Solano un largo tiempo mientras rehace las cuartillas que conformarán después Textos al margen, publicados por Colcultura.

Ahora Berlín

En 1976 había sido invitado por una organización cultural para transcurrir un año allí mientras adelanta la preparación de un nuevo libro, Todo o nada, editado por La Oveja Negra. Más tarde realizó un texto de divulgación sobre André Malraux, que recopila en Jóvenes, pobres amantes, junto a algunos trabajos hechos por pedido de algunas editoriales. Para aquellos días en que visitó Barranquilla, su trabajo más reciente había sido Tal como el fuego fatuo, título que le prestó don Manuel de Falla. Tenía en la sartén una crónica sobre Nicaragua. Había estado allí por invitación de Pedro Joaquín Chamorro y Sergio Ramírez, investigando en el archivo de Somoza. Hizo un diario con las charlas improvisadas y los encuentros con la gente que participó en el proceso, con los documentos sobre el frente de guerra, con los testimonios sobre los contras, sobre la tortura y la prisión. Estaba orgulloso de su resultado y pensaba en su próxima publicación.

Collazos estuvo en aquella ocasión en la casa de Carlos Flores y Miriam Prieto. Animador esencial con su conversación infatigable, dio instrucciones para dominar, con una sazón envidiable, las rodajas tiernas de carne para un estofado. Era buen bailador, y de ello también hizo demostración cuando sonaron algunos temas vocalizados por Bienvenido Granda. Orgullosamente zurdo, hasta para pensar, atribuía su espíritu de insubordinación a un tatuaje en su corazón guerrero que le recordaba su prohibición de girar a la derecha. Gracias a esta norma, pudo ser tan libre como quiso.