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Qué pesada figura cargaba esta Vivien Dorothy Maier.

Se cubría con abrigos anchos, calzaba botas de estilo militar, vestía camisas de hombre y se cortaba el pelo también como un hombre, y gustaba cubrir su cabeza con grandes sombreros. Era andrógina, dicen algunos de los que la conocieron, y era altota y caminaba pisando fuerte y bamboleando sus brazos como si estuviese asistiendo a un desfile de las Fuerzas Armadas, y nunca, o casi nunca, salía a la calle sin su cámara Rolleiflex colgando de su cuello. Hablaba subiendo y bajando su tono de voz, dejando traslucir un cierto deje francés que a todos los que la conocieron los condujo a un gran equívoco: creían que era una francesa afincada en los Estados Unidos de América. Sin embargo, Vivien Dorothy había nacido en la ajetreada New York en 1926, y ese deje galo que solía deslizar en sus conversaciones debía ser una forma más de querer despistar a los de su entorno sobre su real identidad, que parecía querer camuflar no solo bajo sus amplios ropajes.

Cuatro cosas se han sabido sobre lo que fue su mundo familiar: padres judíos –él de Austria y ella de Francia–, no tuvo marido, ni pareja, ni hijos, ni amigos que se le conocieran. Solo le sobrevive un viejo primo, de origen humilde, que vive en el valle de Champsour, en los Alpes franceses, lugar en el que ella pasó temporadas de su vida y donde se le recuerda como un ser singular.

Mientras los fotógrafos del pueblo se dedicaban a hacer fotos de primeras comuniones y bodas, ella retrataba a la gente del campo en plena faena, han contado.

Vivien Dorothy nunca reveló ni el más mínimo detalle sobre su intimidad. No dejaba escapar nada sobre sí misma.

Soy una espía, dijo en alguna ocasión.

Soy una mujer misteriosa, dijo en otra.

Durante el invierno de 2007 el joven John Maloof la descubrió. Y le fue quitando poco a poco las diferentes capas bajo las que ella, quién sabe por qué motivos, se había querido ocultar.

El joven Maloof tenía que ilustrar un libro de historia que estaba escribiendo sobre Chicago, se acercó a una tienda de subastas que quedaba frente a su casa para hacerse con algunas fotos antiguas para ilustrarlo, y por trescientos ochenta dólares compró parte del tesoro escondido de la grandota, hosca e impenetrable Vivien Dorothy: una genial y vasta obra fotográfica, que se encontraba escondida en infinidad de negativos guardados en un cofre de cuero.

Maier llevó al papel muy poco de su incansable trabajo, pero durante más de treinta años no paró de hacer fotos. El rubio John Maloof, él solo, logró adquirir en esa subasta ciento cincuenta mil negativos, centenas de bobinas sin revelar, setecientos rollos de película, varias películas en 8 y 16mm, filmadas por ella, y un millar de diapositivas en color. El resto del tesoro fotográfico de la Maier –al parecer, una parte igual de importante que la poseída por John Maloof– hoy está en poder del coleccionista Jeffrey Goldstein.

Tras la compra del material gráfico en la subasta y descubrir las deslumbrantes fotos –hechas con un ojo auténtico, calidez y un gran entendimiento de lo humano, según aseguraron después los entendidos–, el joven Maloof se interesa vivamente por la autora. En la subasta le habían dicho que se llamaba Vivien Maier, y que eso era todo lo que sabían.

A pesar de la escasa información, Maloof se pone manos a la obra. Se vale de unos recibos que había encontrado dentro del viejo cofre adquirido y se entrega a la caza de la persona que ha descubierto. A través de las direcciones que figuraban en estos, el joven localiza los teléfonos correspondientes y empieza a llamar. De repente, alguien responde.

¿Vivien Maier?, ¿pregunta usted por Vivien Maier?

Sí.

Pues claro que la conocí. Era mi niñera.

Maloof se queda atónito. ¡La autora de esas maravillosas fotografías era una niñera!

Así era. Había sido niñera durante buena parte de su vida, tras dejar un trabajo en una fábrica de ropa de New York. Se había trasladado a Chicago en los años cincuenta y allí había vivido hasta su muerte en 2009.

El joven Maloof continúa entusiasmado con las pesquisas, y llega hasta la persona que había pagado el alquiler del guardamuebles en el que Vivien Dorothy había guardado su personal mundo.

Llévese lo que quiera, le dicen. Si quiere lléveselo todo.

Y el joven se hace con muchísimas cosas que le enseñan el mundo de su dueña: sus camisas, sus abrigos, sus sombreros, cantidad de pequeños objetos, montones de recibos...

¡Vivien Maier una niñera!

Algunos de los niños que ella cuidó, y que el joven Maloof localizó y entrevistó para el documental que posteriormente hizo y que títuló Buscando a Vivien Maier, la recordaron: era mala, me obligaba a comer sujetándome la boca y metiéndome a la fuerza la comida en la garganta; estaba loca, eso creo, loca; era extraña, nos llevaba a los barrios pobres de la ciudad a hacer sus fotos sin que nuestros padres supieran; estaba obsesionada con hacer fotos. Un día me dijo que me daría una sorpresa y me llevó al matadero y vi un animal muerto y por primera vez supe lo que era la muerte; le tenía odio a los hombres. Decía: los hombres te harán daño; le daba miedo que la tocaran; era culta, amable, aunque seca.

¿Pero qué tipo de fotos hacía Vivien Dorothy?

Fotos de la calle. La gente de la calle, una pobre mula muerta sobre la calzada; las vitrinas, ella reflejada en las vitrinas, la gente reflejada en las vitrinas; los maniquíes rotos y sin vestir formando un cuadro armónico y estético; el afecto entre una pareja que se abraza; la tristeza de un hombre disfrazado de payaso; la rabieta de unos niños que lloran; la elegancia de una estilizada mujer caminando bajo los hermosos soportales de una plaza; trabajadores humildes, borrachos, tirados sobre el andén durante la noche; el fondillo sucio y con pegotes de un obrero, que parece el trasero de Charlotte; los rollitos de unas piernas gordas que se descubren al levantarse una falda...

Tenía sentido del humor, de la tragedia; manejaba la atmósfera, la calidez, el tratamiento de la luz, dijo en su día, tras descubrirla, la gran fotógrafa de la calle Mary Ellen Mark.

Ese ser áspero y torpe y con andares de generala poseía una enorme y fina sensibilidad.

A Vivien Maier se le ha comparado con Hellen Levitt, una de las grandes fotógrafas del siglo XX. Sin embargo, y aunque las carreras de ambas tienen en común el desbordante talento que poseían, las separa un distinto itinerario de vida y aprendizaje. Levitt tuvo como profesor y mentor ni más ni menos que al grande entre los grandes de la fotografía, Walker Evans; sus negativos fueron positivados y dados a conocer al mundo y por ello le sobrevino la fama; y llevaba una vida social que le permitía codearse con el director de cine Luis Buñuel y con el escritor James Agee, entre otros. Mientras que Vivien Dorothy era autodidacta, su vida social se reducía a los hogares en los que trabajaba, y prácticamente nunca llevó al papel la infinidad de fotos que tomó. Hacía fotos porque le gustaba, y las hacía de manera casi que obsesiva quizás como una forma de poder apresar el mundo de afuera al que, posiblemente, por su carácter en extremo reservado, le era imposible llegar. Y vivió ajena al deseo de ser conocida, de ser famosa, quizás porque vivía su talento como algo natural y para nada fuera de lo común. Guardaba en cajas su trabajo fotográfico, como guardaba en cajas un sinfín de otras cosas –recortes de periódicos, cartas, cassettes grabados con comentarios suyos, dientes, objetos que se encontraba en la calle y hasta cheques que le devolvían dinero de sus impuestos–. Es decir, no envolvió de mejor manera, o de forma más especial o protegida toda su valiosa producción fotográfica.

Hoy, Vivien Dorothy Maier es reconocida y admirada. Una parte de su obra –ya revelada– ha sido expuesta en galerías de las ciudades más importantes del mundo. En Francia hasta el prestigioso museo Jeu de Pomme le organizó una exposición, y ahora su obra –aunque más bien poca. La ha traído una galería privada– ha llegado a Madrid. Sus fotos se venden entre tres y seis mil euros.

Vivien Maier vivió sus últimos años gracias a la caridad. La familia Gensburg para la que había trabajado durante los últimos diecisiete años se hizo cargo de su manutención. Se pasaba muchas horas del día sola, sentada en un banco de un parque mirando a lo lejos.

Su forma de trabajar ajena a las luces de la fama, y solo por la necesidad de hacer algo que le apasionaba, es solo comparable con la de otros dos grandes fotógrafos contemporáneos suyos. El suizo Arnold Odermatt, que trabajó como policía de tráfico hasta su jubilación, y que terminó demostrando la importancia de hacer fotos de los accidentes a los que debía acudir para poder desarrollar, mientras trabajaba, su pasión por la fotografía. La cuestión es que un choque entre dos automóviles en una pequeña y fría carretera de montaña, ¡él lo convertía en una pieza de gran belleza! En una hermosa foto artística.

Un día su hijo Urss, director de cine, subió al desván de la casa a buscar algo y se tropezó con las viejas fotos de papá. Y se quedó pasmado por su gran belleza y salió de casa y fue a contárselo al mundo. El gran crítico Harald Szeemann las vio y las seleccionó para ser exhibidas en la 49 Bienal de Venecia, y la fama de Arnold traspasó las fronteras.

El otro es el checo Miroslav Tichý, que hasta bastante mayor se dedicó a hacer fotos con cámaras que él mismo elaboraba con desechos de latas de conserva, cartones y lentes de gafas viejas. Las fotos se las hacía a las mujeres de Kyjob, su pueblo natal, a escondidas la mayor parte de las veces. Vivía en una chabola y era considerado un loco, hasta que un día su vecino Roman Buxbaum se dio cuenta de que era un grande de la fotografía y fue a gritarlo por todas partes. Entonces llegaron los expertos y se llevaron a todas sus fotografiadas mujeres al museo de Frankfurt, y al Kunsthaus de Zúrich y al Georges Pompidou de París, y a mil sitios más, y le colocaron la etiqueta –ya sabemos el terror que nos produce no tenerlo todo etiquetado y bajo control– de fotógrafo del 'ideal femenino'.

Tanto él como Odermatt alcanzaron a conocer la gloria. E imagino que el dinero que esta les generó. Sin embargo la niñera de Chicago se despidió de este mundo sin dinero y sin mayores alharacas. Se cayó mientras caminaba por el hielo, vino la ambulancia, ella insistió en que la llevaran a su casa, nadie le hizo caso y la internaron en una residencia, y cuatro meses más tarde murió como otra de tantas ancianas, a la edad de ochenta y tres años. Como una anciana del montón.

Pero el joven Maloof, aun en contra de la voluntad de Vivien Dorothy, que quiso ser fotógrafa sin más, hizo que se cumpliera aquello de: «El sendero de la gloria va al sepulcro».