Hace casi 20 años, en el verano de 1996, yo acababa de terminar mi primera novela, a la que había puesto como título El barrio. Llevaba 10 años en Madrid, ganándome la vida como periodista, y no disponía de mayor información acerca del mundo editorial español. ¿Qué hacía, pues, con ese libro al que había dedicado más de un año de mi vida? Tomé entonces una decisión atrevida: lo envolví en un paquete y lo envié por correo a la agencia de Carmen Balcells, cuyo nombre tenía para mí, como incipiente escritor, unas connotaciones casi míticas por la importancia de su figura para las grandes letras latinoamericanas.
Dos meses más tarde, cuando ya había asumido que mi novela no merecía ni siquiera una carta de rechazo, llegó a mi casa un sobre con matasellos de Barcelona. El remitente era la Agencia Carmen Balcells. Lo abrí ansioso, con el corazón agitado, y al finalizar la lectura de la misiva quedé sumido en un estado de estupor que inhibió cualquier otra capacidad de reacción: Carmen Balcells, la artífice del boom latinoamericano, la reina Midas de García Márquez, Juan Rulfo, Vargas Llosa y toda esa pléyade de autores que habían estimulado mi aproximación a la literatura, me acogía en su ‘cuadra’. No solo eso: en el brevísimo texto me decía que para ella sería un «honor» representarme. Probablemente esto último formaba parte del estilo protocolario de sus cartas, pero ese pensamiento no me distrajo ni un segundo. Lo único que me importaba es que la gran Balcells me había dado el sí.
A riesgo de transmitir una imagen de frivolidad, he de reconocer que en los días subsiguientes empecé a soñar –dormido y despierto– con el éxito. Pensaba en él no como un fin, sino como un medio que me permitiría dedicarme de lleno a la narrativa de ficción, sin los apremios y las exigencias del periodismo diario.
Pero ese sueño se comenzó a prolongar más de la cuenta. Pasaron dos, tres, cuatro meses y no recibía noticias de la agencia. Para escribir la novela había renunciado a mi trabajo de jefe de Internacional en un semanario, y por esos días me ganaba la vida redactando guías turísticas y traduciendo del inglés poemas para que los interpretara una cantante argentina. Comencé a desesperarme. Envié una carta a la agencia preguntando por la suerte de la obra, y Carmen Balcells me respondió que estaba intentando negociarla con distintos editores, pero que ninguno se interesaba por ella. Transcurrieron más meses, no sé cuántos, me parecían muchísimos, y no tuve más remedio que engancharme de nuevo al periodismo, esta vez a un periódico catalán, al menos mientras cuajaba la esquiva publicación. Meses después, ¿o eran siglos?, recibí otra carta de Balcells en la que intentaba infundirme ánimo y me expresaba su extrañeza de que la novela no tuviera mejor suerte pese al empeño que ella ponía en difundirla. Atrapado ya de nuevo por la vorágine del reporterismo, decidí entonces olvidarme del libro y, al menos momentáneamente, de mis aspiraciones literarias.
A mediados de 1997, un amigo escritor envió el manuscrito de la novela a un editor hacia el que yo profesaba una enorme admiración, Mario Muchnik, un intelectual argentino-francés radicado desde hacía años en España, brillante polemista, amigo de Cortázar, que gozaba de gran respetabilidad en el gremio de los editores y que, entre otras proezas, había introducido al público hispanoparlante a figuras como Elías Canetti, el autor de Masa y poder. Algún tiempo después recibí una carta de Muchnik –a quien yo no conocía personalmente– en la que me comunicaba, en un par de párrafos escuetos, que estaba dispuesto a «asumir el riesgo» de publicar mi novela, que no le gustaba «para nada» el título de la obra y que había que recortar a esta como mínimo la tercera parte, que, a su juicio, le sobraba.
No fue, como es evidente, un comienzo amigable. Acudí a su oficina, donde me atendió ataviado con sus particulares tirantes, y me dijo secamente que le hablara de mí y del proceso creativo de la novela. Cuando terminé de exponerle cómo me había inspirado en los textos bíblicos para describir la ocupación de un barrio en Barranquilla, y de explicarle que en realidad me había quedado corto, ya que me faltaban por incorporar los libros proféticos, percibí que había abierto un boquete en la muralla. Ya no me habló de guillotinar la tercera parte del libro, aunque sí insistió en el cambio de título. Me dijo entonces que volviera en unos días para firmar el contrato, y le respondí que de eso ya se ocuparía mi agente literaria.
Ahí ardió Troya. Mario se puso muy serio. Me recriminó por no haberle dicho con antelación que tenía una agente. Y cuando le dije que esa agente era Carmen Balcells percibí, erradamente o no, que esa confesión dificultaría aun más cualquier acuerdo. Salí preocupado de la oficina. Al llegar a casa llamé a la agencia de Balcells y conté a su secretaria que Muchnik se había interesado en mi novela, con la frágil esperanza de que pudieran alcanzar algún acuerdo. Pero las exigencias contractuales de la agencia –que se ha caracterizado por defender ‘a cara de perro’ los intereses de sus representados– no fueron aceptadas por el editor. Pasaron meses –¿milenios?–, y tomé una decisión drástica fruto de la desesperación por publicar mi primera obra: envié una carta a Carmen Balcells en la que le pedía que rescindiéramos el contrato. Era una osadía tan grande como la que había tenido dos años antes al pedirle que me acogiera en su ‘cuadra’.
Balcells habría podido negarse, porque era un contrato a muy largo plazo. Pero, probablemente apiadada de mí, accedió a mi ruego y dio por finiquitado el contrato en una carta, fechada el 10 de septiembre de 1998, que guardo como la joya más preciada. No por algún elogio que me dedicaba, y que podía obedecer a un acto de compasión ante el infortunio de su representado, sino por una reflexión breve, pero sustanciosa, acerca de su visión de la literatura desde su posición de agente literaria.
Reproduzco textualmente ese apartado: «Me da mucha pena que interrumpas nuestro contrato, porque en realidad nosotros actuamos en función del contenido de los libros, no de sus posibilidades de comercialización, y ni siquiera tenemos en cuenta cuál va a ser la reacción de los editores. Nosotros seleccionamos poquísimos libros de los muchos que los autores nos ofrecen y cuando nuestros informes son positivos es bastante improbable, siempre dentro de la modestia de los márgenes de interpretación, que nos equivoquemos en cuanto a la calidad. Lo digo con bastante perspectiva en el tiempo porque autores tanto entre los que han continuado con nosotros como los que nos han abandonado– que habíamos considerado como buenos, el tiempo ha probado que efectivamente son buenos. En cambio, en otras ocasiones, autores que nosotros hemos rechazado, a pesar de que se venden en gran cantidad y en realidad es un excelente negocio representarlos, yo sigo pensando que son escritores mediocres».
La carta concluía con un mensaje consolador: «Te deseo mucha suerte y, como dice Lauren Bacall en Tener o no tener, «si me necesitas, sílbame».
Tras una serie de avatares, la novela, titulada finalmente Vulgata caribe, fue publicada por Del Taller de Mario Muchnik en el año 2000. No conseguí la celebridad, pero sí unos amigos entrañables cuyo afecto sigo cultivando hasta hoy: Mario Muchnik y su esposa, la periodista y artista francesa Nicole.
¿Creen que aquí termina la historia? Ni mucho menos.
En enero de este año 2015, con motivo de la inminente publicación en alemán de mi segunda novela, El salmo de Kaplan, y del estreno de una película basada en esta obra, decidí recurrir de nuevo a Carmen Balcells. Esta vez la correspondencia era por correo electrónico. Habían transcurrido 17 años desde su carta de despedida. Le recordé su invitación al silbido y, un mes después, ella me respondió pidiéndome lo último que hubiera escrito y que fuese inédito. Y me reconoció con franqueza que no guardaba (como era de suponer) memoria de nuestra relación. «Yo entretanto voy a poder rescatar nuestro pasado del que, lamentándolo profundamente, no recuerdo absolutamente nada, aunque me divierte lo de ‘si me necesitas silba», me dijo. A continuación le envié un mail con copia del facsímil de su carta de 1998, le describí la situación de mis escasas obras publicadas y le conté que tenía otra novela iniciada. Su nuevo mail llevaba por encabezamiento «Renovado interés mutuo», y me pedía que le enviara lo que llevase escrito de esa nueva novela. Le respondí que prefería no hacerlo, pues no estaba seguro de que ese sería el texto definitivo. El 26 de febrero pasado me contestó: «Absolutamente de acuerdo en no mandar nada que no sea definitivo. Estamos en contacto. Cuídate».
Carmen Balcells falleció el pasado 20 de septiembre, en Barcelona. No la conocí personalmente, pero pude palpar su generosidad. No consiguió que me publicaran, pero mi paso fugaz por su ‘cuadra’ ha sido para mí tan importante como la publicación de la obra.
Con los años he ido descubriendo el valor real de las cosas.