La historia transcurre en la campiña danesa. No debe ser diciembre en ese apacible lugar que se nos enseña en la pantalla del cine Verdi porque, aunque los personajes se abriguen, no hay nieve. Y en los países nórdicos es imposible un invierno sin nieve. Y también es casi que imposible dejar de abrigarse durante todo el año. Por lo general son sitios fríos. Así que no es fácil precisar en qué mes del año se desarrolla el drama, salvo que no es diciembre.
En Madrid son las cuatro de la tarde. Es otoño. Los árboles del parque El Retiro han cambiado de color. Las hojas se han tornado rojas y debe ser todo un trabajo descubrir en las ramas altas a las pelirrojas y traviesas ardillas. El tiempo es bueno y todavía la gente se sienta a tomar café en las terrazas. El sol baña las avenidas.
Puede ser que a esta primera hora de la tarde alguien en la financiera Suiza esté llegando al centro de Zúrich para encontrar el sitio donde le ayudarán a morir. De haber optado por pedir este auxilio a Dignitas, una de las seis asociaciones suizas que defiende el derecho a una muerte digna, habrá tenido que dirigirse al número 84 de la calle Gertudestrasse, subir hasta la tercera planta y llamar a la puerta verde del tercero izquierda, donde ya lo estarán esperando. Previamente, un equipo de médicos y psicólogos habrá comprobado –se deben aportar pruebas médicas o psicológicas– de que su caso responde al perfil de un enfermo terminal. O que se trata de alguien aquejado de una grave e insuperable dolencia psíquica. Ya en el apartamento, el enfermo rellenará el formulario de hojas amarillas en el que se hará único responsable de su suicidio, se acomodará en una cama y recibirá los quince gramos de pentobarbital de sodio disueltos en un vaso de agua, que deberá tomar con su propia mano. En cuestión de minutos y sin el más mínimo dolor, todo habrá acabado. Luego Dignitas se encargará de llamar a la Policía y dar parte del deceso. Ojalá de tarde, pues la Policía de Zúrich prefiere no tener que ocuparse de esos casos por la noche, según leo en declaraciones de personal de Dignitas a la prensa.
La vivienda de la calle Gertudestrasse es un pequeño apartamento de cuarenta metros cuadrados, compuesto por una cocina, una habitación y un baño. Allí han ido a morir personajes famosos y no famosos. El director de la Royal Opera House de Londres, Edward Downes, y su esposa Joan. Él ciego y con diagnóstico de ir a quedar sordo, y ella aquejada de un cáncer terminal; también la anciana Anne, de Sussex, profesora de arte jubilada, soltera y al parecer con una gran decepción por la evolución del mundo. Debía padecer una severa depresión porque alegaba no poder conciliar su vida con las nuevas tecnologías, ni siquiera con el televisor –nunca tuvo uno, solo radio–, ni con la comida procesada que se expendía en los supermercados. Como consecuencia de ese desarrollo tan aborrecido por ella, la anciana Anne se sentía ajena al mundo. Un mundo que ella calificaba como 'deshumanizado'; también a este piso acudió una mujer que pidió que la esperasen unas tres horas hasta ponerle punto final a la novela que estaba escribiendo. Y también han acudido muchos otros, aquejados de enfermedades que les producían terribles sufrimientos.
Según el Journal of Medical Ethics, entre el 2008 y el 2012 seiscientas once personas se trasladaron a Zúrich para morir. Se acogieron a la figura de suicidio asistido que recoge el artículo 115 del Código Penal suizo. En realidad, es una figura lograda gracias a un resquicio que dejó abierto el propio artículo.
«Cualquiera que por motivos egoístas instigue al suicidio o preste ayuda será castigado, si el suicidio ha sido consumado o intentado, con prisión de hasta 5 años».
Como las seis organizaciones suizas que practican el suicidio asistido lo hacen por motivos altruistas –no piden dinero ni nada a cambio. Prestan su ayuda porque fundamentalmente creen en el derecho a una muerte digna–, el peso de la ley no recae sobre ellas. Sin embargo, este desfile de extranjeros en busca de una muerte que termine con sus sufrimientos ya se ha rotulado bajo un nombre con ecos mercantilistas que lo estigmatiza. Cuando se habla del mismo se refieren a este como «Turismo de suicidio».
La muerte, tu muerte en este tipo de situaciones extremas, está regulada en el mundo entero. En unos casos para penalizarla cuando ayudas a enfermos terminales a quitarse la vida –esto ocurre en la mayor parte de los países–, y en otros para enumerar taxativamente las condiciones que estos deben reunir para que puedan recibir ayuda para morir. Las figuras que engloban ese tipo de muertes son el suicidio asistido –como el de Suiza y los estados de California, Oregón, Washington y Vermont, en los Estados Unidos. En este supuesto, te proporcionan los medios para matarte, pero eres tú mismo quien lo hace–; la eutanasia –como la regulada en Bélgica, Holanda, Luxemburgo y Colombia, cada una con sus propias restricciones. Para invocarla, debes reunir la condición de enfermo terminal, manifestar que deseas acabar con tu vida y con tu sufrimiento, un comité de médicos lo comprueba, y son ellos los que te aplican un barbitúrico y punto final–; y la muerte digna. Figura que permite eliminar el tratamiento terapéutico cuando ya carece de sentido vital, y apuesta por la sedación paliativa hasta la muerte del paciente. En España, seis comunidades –unas con mayores permisiones que otras– la contemplan: Galicia, Andalucía, Canarias, Baleares, Navarra y Aragón.
Hace pocos días murió en La Coruña (Galicia) la niña Andrea Lago Ordóñez. Tenía doce años y desde los ocho meses padecía una enfermedad degenerativa irreversible. Durante sus últimos meses de vida, internada en un hospital gallego, sus padres libraron una batalla para que se le suspendiera el tratamiento terapéutico que la mantenía en un estado vegetativo, así como la alimentación que recibía a través de una sonda gástrica. La niña reunía los requisitos para que se le practicara una 'muerte digna', y los médicos se negaban a practicarla. El tratamiento farmacológico que recibía no tenía sentido pues no ayudaba a proporcionarle una recuperación funcional, ni calidad de vida. Andrea tenía un organismo tan deteriorado que hasta la alimentación que le proporcionaban por sonda le causaba unos dolores horrorosos. Sus padres, Estela y Antonio, en vista de la negativa de los médicos –a pesar de los informes judiciales que sugerían dejarla morir tranquila, acogiéndose a la figura de 'muerte digna'–, llamaron a la prensa, denunciaron su situación, se produjo un alboroto nacional de gran tamaño y el hospital, por fin, cedió a sus justas peticiones.
Andrea murió hace pocos días. Es otoño. En una de las pequeñas salas del cine Verdi de Madrid proyectan Corazón silencioso (Stille hjerte), del oscarizado y dos veces ganador de la Palma de Oro en Cannes, Bille August.
Un grande del cine actual.
Volvamos al drama de su película. Estamos en la campiña danesa. No es diciembre. Hay una bella y solitaria casa en un paraje que cuenta con un pequeño lago, unos árboles espigados, un camino y unos coches que se detienen frente a la bella y amplia casa. En la puerta, los padres salen a recibir a sus invitados. La reunión familiar se realiza para despedir a la madre que padece una enfermedad terminal. En seis meses las extremidades de ella se habrán paralizado. Entonces sus hijas y su marido no podrán alegar que ella se suicidó con barbitúricos. Por estos motivos, el marido médico ayudará a su mujer a morir una vez las hijas, los yernos y el nieto se hayan despedido de ella, tras un último fin de semana juntos.
La familia da un paseo por los alrededores de ese paraje que rodea la bella casa. Charla. Luego cena y la madre dice que jamás hubiese podido imaginar una mejor última cena que aquella; la hija menor, una joven de unos veinticinco años, llora; se angustia porque no termina de aceptar que su madre se vaya a suicidar. Ella, la hija, está siendo tratada con fármacos porque hace algún tiempo intentó quitarse la vida y tuvieron que internarla en un psiquiátrico; en el salón hay un árbol de Navidad, y ya sabemos que no es Navidad; cantan y bailan agarrados de las manos bordeando el árbol; la hija menor no quiere tocar el acordeón, pero la madre insiste y la hija cede; se hacen fotos; «whisky», dicen en coro, y el padre hace fotos; la madre ha pensado en todo; su marido será pareja de su mejor amiga para que no se sienta solo; el día de su muerte sus familiares deberán merendar sándwiches y a las seis se largarán de la casa; luego su marido le proporcionará los barbitúricos y saldrá a dar un paseo, y a su regreso llamará a la ambulancia diciendo que su mujer se ha suicidado mientras él daba ese paseo; la hija menor llora y se angustia; «no sé nada. Todavía mamá debe enseñarme cosas», le dice angustiada y llorosa a su hermana mayor, pero su hermana la tacha de egoísta; «por una vez deja de ser tú el epicentro y piensa en mamá», la riñe; la hija llora delante de su madre, le dice que todavía le falta hablar muchas cosas con ella; la madre la abraza; todos se marchan; la madre se toma los barbitúricos; el marido cierra la puerta y hace lo convenido: sale a dar un paseo...
Yo me levanto de mi silla con desasosiego. Me levanto odiando lo racional y lo planificado frente a lo que debe ser un dolor descomunal: ¡es una muerte lo que se va a producir en esa casa! Puedo entender, compartir y abogar por la libertad que se nos debe dar para poder morir con dignidad y sin sufrimiento. Pero no ese drama enloquecido de racionalidad y frialdad frente a una muerte que tiene una particularidad: se hubiese podido producir seis meses más tarde. Seis meses que hubiesen significado un amoroso y valioso regalo para esa hija que tanto lo reclamaba y necesitaba. Una hija que había venido al mundo no por su voluntad, sino por el deseo de su madre, entre otros. ¿Hasta dónde llegan nuestra libertad y derechos? Es verdad que pasado ese tiempo la madre tendría ya los brazos paralizados. Y en Dinamarca, donde no está permitida ni la eutanasia, ni el suicidio asistido, no hubiesen podido alegar que la mujer se había suicidado tomándose una dosis fulminante de barbitúricos. Pero se ve una familia pudiente. Quizás hubiesen podido buscar soluciones alternativas. Por ejemplo, hubiesen podido trasladar a la enferma a Bélgica, o a Holanda o a Luxemburgo para que se le practicase la eutanasia.
Bille August tenía razón. Corazón silencioso es una película que te plantea muchos interrogantes.
Afuera es otoño. Hace buen tiempo. El sol todavía ilumina las avenidas.