La señora Mai Britt Guleng prestó atención a la intervención del visitante ladeando enfática su cabeza de cabello corto. Ella había terminado su conferencia y se encontraba en el escenario del auditorio del Museo Thyssen, y él hablaba desde su puesto de la segunda fila. Él dijo que Edvard Munch, el pintor noruego conocido en el mundo entero por su pintura El grito, era un enfermo bipolar. «Es lo que hoy se conocería como un enfermo bipolar», dijo, y luego alargó su afirmación. «Era insomne, como son todos los bipolares, y era prolífico como son los bipolares en su fase maníaca y...». El hombre hubiese querido seguir con su explicación, pero la señora Mai, especialista en Munch y editora de la transcripción de los escritos del artista, lo cortó sin más. «En ninguno de sus escritos he encontrado algo con lo que se pueda llegar a concluir eso». El hombre quiso insistir, pero ella lo negó con su cabeza y habló tajante: «No hay pruebas de que haya sido así».
Fuensanta Niñirola, autora de la biografía sobre Munch El alma pintada, que se vende en la tienda del museo Thyssen, afirma otro tanto: «Algunos han hablado de un posible trastorno bipolar, que no consideramos opinión seria».
Biografía de Edvard Munch, escrita por Fuensanta Niñirola, artista plástica española.
La biografía de Fuensanta acompaña a otros libros que el Thyssen vende con ocasión de la gran exposición sobre Edvard Munch. Munch (Loten 1863- Ekely, 1944) es el acontecimiento pictórico de este otoño. A pocos metros, en las salas del antiguo Palacio de Cibeles, hoy ayuntamiento, se exhibe Kandinsky. Y también muy cerca de allí, en la Fundación Mapfre, se exhibe una retrospectiva de Pierre Bonnard, el llamado pintor de la felicidad. Esa bellísima obra de Bonnard que logra producirte un éxtasis sin fin. Un estado de alegría. Pero Munch no tiene rivales. Su obra es el gran acontecimiento de este otoño de higos suaves y azucarados. No en vano es el pintor de esa obra famosísima llamada El grito, tan famosa como La Gioconda, según apuntan los entendidos. Madrid lo ha recibido y la gente ha acudido de inmediato a verle. Cada día el museo se atiborra de gente que ansía ver su obra. Munch, el pintor que pintaba para poder exorcizar sus tristezas. El pintor que quería con su arte poder mostrarnos los diferentes estados del alma, nuestros enrevesados sentimientos y las altas cotas que pueden alcanzar los dolores de nuestro interior. Todos quieren ver a Munch, el pintor que hacía treinta años no visitaba España.
Y regreso a los desmentidos. A los dos desmentidos citados sobre la salud mental de Munch, les sucederá un tercero. Además, en esta ocasión los desmentidos se ampliarán. La persona que los hace es la guía encargada de enseñar la exposición en visita privada. Ella empieza diciendo que antes que nada hay que desmontar varias leyendas sobre Munch: no era loco, ni pobre –era burgués, afirma ella–, ni mucho menos un hombre apocado y vencido por la vida: se ponía en contacto con sus marchantes para venderles su obra. Más adelante, avanzado el recorrido, dirá que Munch era maniaco-depresivo, y aunque asegurará que el noruego no es solo El grito –Munch es mucho más que El grito, dirá–, y nos invitará a que descubramos el conjunto de ochenta cuadros que ha colgado el Thyssen en varias de sus salas, en un momento se lamentará de no contar en la exposición con tamaña obra: «Bueno, la verdad es que no pudimos traer El grito porque el museo de Oslo ya no lo presta. Después de los robos de que ha sido objeto, la pintura ha quedado en mal estado».
Llegado al final del recorrido, la guía lanzará un hondo suspiro –nos ha paseado a gran velocidad por las salas. Al principio pienso que el motivo pueda estar en que le han estipulado una duración estricta de la visita–, y dirá contenta: Bueno, ahora sí llegamos a una parte alegre de la exposición. Es que ya para estos años Munch estaba curado, dice segura. Le sometieron a electrochoques, aclara. Y yo pienso que conozco a gente que la han sometido a estos choques y que no se ha curado, y que la obra de Munch debe causar más de una angustia en esta guía que solo descansa cuando llega a la sala más alegre. Tantas angustias como las que experimentaron sus paisanos noruegos la primera vez que vieron sus cuadros: se reían o gritaban. Saltar de los paisajes naturalistas a los que estaban acostumbrados al dolor de los cuadros expuestos por Munch debió inquietarles mucho. Seguro nunca supieron por qué experimentaron aquellas reacciones. Quizás el rostro azulado de Laura, la hermana del pintor que enfermaría de locura, en aquel cuadro que Munch llamó Atardecer fuese uno de los motivos de las risas. ¿Cómo así que un rostro azulado y no blanco? O esos arañazos y magulladuras en La niña enferma, ¿qué eran?, ¿qué clase de pintura era esa?, ¿adónde habían quedado las pinceladas suaves de los cuadros que estaban acostumbrados a ver?
Pero más allá del color o las pinceladas inusuales, lo que debía ponerlos nerviosos era la mirada perdida y melancólica de la joven Laura, pintada en un primer plano, con un encuadre muy cinematográfico. O el conmovedor gesto de la madre de La niña enferma, contraída de dolor, mientras se aferra a la mano de esa hija que se está muriendo.
Portada de ‘La revue blanche’, una revista literaria y artística en la que participaron los escritores y artistas más importantes de la Francia de finales del siglo XIX.
El museo se cierra y me quedo pensando en las distintas versiones sobre Munch –su estado mental, su vida privada...– que he leído o escuchado. Y me pregunto, ¿de dónde parte ese prurito por aclarar?, ¿en que ayuda a la obra de Munch saber sus distintos grados de inestabilidad mental y emocional?, ¿qué agrega o quita al dolor que destila la mayor parte de su obra saber si en lugar de ser bipolar era loco? ¿O si en lugar de ser pobre era burgués? Munch no pintó el ambiente burgués, no se detuvo ahí. Pintó sus torturas emocionales, las de él, sus tristezas, sus miedos. Pintaba para sanar, como él mismo afirmaba. Para sacar fuera todo ese interior maltrecho que tanto daño le ocasionaba. De esto da claro testimonio en sus diarios, en los que continuamente hace alusión a sus estados depresivos y melancólicos, a sus nervios exacerbados y a punto de colapsar, a su internamiento en un psiquiátrico tras sufrir episodios persecutorios, quizás desencadenados por su alcoholismo.
Las pérdidas de Munch fueron muchas. A los cinco años su madre murió de tuberculosis; a los catorce murió su amada hermana Sophie, un año mayor que él, también de tuberculosis; su hermana Laura tuvo que ser internada –desde adolescente– en un psiquiátrico aquejada de locura; su hermano Andreas murió nada más al casarse y su padre murió siendo Munch muy joven. A esta devastación, solo sobrevivieron él e Inger, su hermana pequeña.
En la imagen, ‘Atardecer’, una pintura de Munch que retrata el desasosiego.
Munch puso todo su empeño artístico en intentar elaborar tanta pérdida. Según escribe él mismo en sus diarios, cuando pintaba La niña enferma, ese cuadro del que hizo varias versiones –en realidad solía hacer muchas versiones sobre un mismo cuadro; buscaba de manera infatigable poder plasmar lo que sentía o lo que había sentido, a la vez que experimentar cómo se podían pintar determinados sentimientos o situaciones dependiendo del estado anímico del pintor– quería recrear la enfermedad de su hermana Sophie, su compañera de juegos. Para representarla él había imaginado una determinada imagen, y lo que él pintaba no recogía todo lo que había imaginado. Por esto rascaba la pintura, la restregaba con un trapo, la arañaba, en fin, la maltrataba queriendo que aquella niña de cabellos ralos y rojizos y mirada febril, quedara tal cual él la había concebido. Esta forma tan visceral de relacionarse con su pintura le pasó factura en sus comienzos. Cuando llevó sus cuadros a la exposición de la Asociación Berlinesa (1892), los propios pintores pusieron el grito en el cielo y retiraron de las salas los cincuenta y cinco cuadros que Munch había colgado. Consideraron
que su pintura era un ataque al arte alemán. «El arte está en peligro en manos de este individuo», clamaron. Pero para fortuna de Munch, el alboroto levantado despertó mucha expectación, y le dio gran popularidad. Eso le trajo invitaciones a exponer en otros lugares.
La biografía de Munch está cargada de anécdotas de este tipo. Los nazis también lo hicieron objeto de rechazo. Consideraron que sus pinturas eran «arte degenerado» y le confiscaron ochenta y dos obras que colgaban de distintos museos alemanes. Lo consideraban degenerado porque no era heroico, que era lo que ellos deseaban que se pintase. Algunos de estos cuadros fueron quemados, aquellos que Goebbels había considerado «heces», y otros fueron subastados y vendidos fuera de Alemania. Joseph Goebbels, ministro de propaganda de Hitler, fue uno de los perseguidores de la obra de Munch. Y a su vez, y de manera contradictoria, un gran admirador de su pintura. Según cuenta una anécdota, después de la quema de una parte de sus cuadros, a Munch se le escuchó decir: Goebbels me persigue, pero sé que en su casa tiene cuadros míos.
Munch fue un pintor de muchos registros. Partió del naturalismo, para luego pasar por el impresionismo, el simbolismo y terminar en el expresionismo. En todas estas facetas, salvo en sus últimos años de vida en que pareció haber hallado alguna suerte de reposo y se detuvo más en la composición estética, siempre quiso mostrar los rincones de su alma atormentada. Le dedicó cuadros a la muerte, a la soledad, a la melancolía, a los celos, a la traición, al amor, a la ansiedad y a la terrible angustia que puede llegar a doblegar de dolor a un ser humano. A su muerte, el ayuntamiento de Oslo heredó de él unos 1.800 óleos, 750 grabados y un sinfín de dibujos que aún siguen sin catalogar.
'Munch le dedicó cuadros a la muerte, a la soledad, a la melancolía, a los celos, a la traición, al amor, a la ansiedad y a la terrible angustia que puede llegar a doblegar de dolor a un ser humano'
Munch fue un niño enfermizo, aquejado de continuos catarros, asma, fiebres reumáticas y tuberculosis. Fue de anatomía débil y sensibilidad excesiva. Desde pequeño estuvo aterrorizado. Se despertaba en las noches creyendo que le podría pasar algo, incluido irse al infierno. Su padre, médico forense, era religioso en extremo. Según explicaría el propio Munch, rayano en la locura. Y todo ese abultado fervor religioso que el padre volcaba en el hogar le exacerbaba la imaginación y su estado emocional. Siempre fue huidizo. Las aglomeraciones de gentes las pintó como masas angustiadas, envueltas en torbellinos de pinceladas ondulantes con las que pareció querer distinguir las ansiedades de la vida diaria. Personajes que pintó de cara al espectador, quizás no solo esperando un efecto espejo, sino para buscar él mismo una comunicación con toda esa gente con la que le era difícil comunicar. Fue un hombre coqueto que tuvo muchas amantes a lo largo de su vida. Milly Thaulow, la primera, era una mujer casada mayor que él, que lo hacía sufrir mostrándose con sus otros amantes. A esta le siguió Tulla Larsen, una rica heredera posesiva que quería casarse con él a toda costa. La relación entre ambos terminó en fuerte disputa y con un dedo de Munch dañado para siempre. En una discusión con ella, el arma que él llevaba en la mano se le disparó accidentalmente y le mutiló el dedo corazón de la mano izquierda. De este último, salió el cuadro La muerte de Marat. Para representar la melancolía de un celoso, sin embargo, se valió de la figura de su gran amigo Jappe Nielsen, otro al que también le habían puesto los cuernos. Y para el personaje del hombre abatido por los celos, que tituló Celos –también hizo varias versiones de este sentimiento– se valió de su amigo Stanczu, con el que compartió en trío a otra de sus amantes: Dagny Juel. Y en el cuadro los representó a ellos tres.
Munch nunca se casó. Tenía miedo de transmitirles a sus hijos «la semilla de la locura» de su padre, y pensaba que solo estaba hecho para pintar. Además, durante mucho tiempo les tuvo miedo a las mujeres. Las veía como vampiras. Seres que se apoderaban de los hombres y les extraían su sangre. Le tocó abrirse a la edad adulta en una época en que la mujer europea había empezado a reclamar sus derechos. En un tiempo en que empezaba a liberarse, también en lo sexual. Sus mujeres de los últimos años son más reposadas, sin otro adjetivo que el de ser féminas, quizás porque a esta altura –vivió ochenta y un años– ya había aceptado el nuevo papel de la mujer, en un plano de mayor igualdad.
Munch sacó a la luz todos sus tormentos. Los pintó un sinfín de veces. Sin embargo, estos fueron pincelados con una gran explosión de colores encendidos, unas veces, otras con delicadeza y belleza y otras con gran originalidad. En algunos de sus cuadros te parece estar viendo figuras de cómic. Unas figuras especiales de cómic capaces de transmitirte toda su angustia. Todo eso, sus colores vitalistas, su bello trazo, su originalidad que, a mi juicio, te permite acercarte a su pintura con deslumbramiento más que con miedo o rechazo.
Edvard Munch conoció el éxito económico a partir de sus cuarenta y dos años. Es decir, hacia la mitad de su vida. El grito ha sido su obra más conocida. Fue concebida tras una experiencia de terrible conmoción interna. Él la registró en sus diarios:
«Iba por la calle con dos amigos cuando el sol se puso. De repente, el cielo se tornó rojo sangre y percibí un estremecimiento de tristeza. Un dolor desgarrador en el pecho. Me detuve; me apoyé en la barandilla, presa de una fatiga mortal. Lenguas de fuego como sangre cubrían el fiordo negro y azulado y la ciudad. Mis amigos siguieron andando, y yo me quedé temblando de miedo. Y oí que un grito interminable atravesaba la naturaleza».
Munch pintó cuatro versiones de esta obra e hizo una litografía de la misma. Esta última permitió que El grito pudiese ser publicado en la Revue Blanche, la revista de arte más importante de Francia en aquellos momentos. En 1961 fue portada de la revista Time.
La figura de ese pequeño ser que tiene más aspecto de extraterrestre que de humano, que parece una momia que ha salido del más allá, que pega un grito de espanto al tiempo que se tapa los oídos porque parece que no quiere escuchar más, mientras parece que la tierra ha empezado a temblar, fue publicada como símbolo de la angustia existencial del hombre moderno.
Munch describió lo que había pretendido con su pintura: «En mi arte he intentado explicarme la vida y su sentido. También he pretendido ayudar a otros a aclararse con la vida».
Visitar su exposición te produce eso. Te invita a no aguantarte la angustia, ni la ansiedad, ni el dolor en ninguna de sus facetas. Te invita a que te permitas liberarte pegando el más desgarrador de los gritos.