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Era un camarero singular trabajando en un café singular: El Comercial. Un lugar con ciento veintiocho años de historia, paredes cubiertas con grandes espejos, mobiliario de los años cincuenta, lámparas redondas de muchas bombillas y un penetrante olor a pan tostado que te impregnaba de la cabeza a los pies y que era inevitable no llevártelo de vuelta a casa.

El Comercial era el punto de confluencia de media ciudad. De todo aquel que estuviese trajinando por la nuez central de Madrid y quisiese quedar con alguien a tomarse una merienda o una cerveza, descansar de las caminatas de las compras, ir a leer la prensa, empezar o acabar novelas, jugar al ajedrez, promocionar poesías entre los viandantes o, simplemente, observar a esos peculiares viejecillos de las mesas del fondo que mataban la tarde tomándose un único café, con las miradas perdidas viajando por sus pasados remotos.

¿Dónde quedamos? En El Comercial.

Esta era la respuesta más habitual si querías encontrarte en un sitio céntrico y conocido de la ciudad.

Había muchos camareros en este café –diecinueve en total, entre hombres y mujeres– que hacían diferentes turnos de mañana y tarde. En verdad, todos eran muy simpáticos y llanos, y si ya eras cliente habitual era inevitable terminar hablando con ellos de fútbol, de política o de cualquier tema que hubiese levantado ampollas aquel día no solo en la ciudad sino a nivel nacional. Entre ellos estaba él, Fernando, con ese acento paisa que seguía marcando sus palabras, a pesar de llevar tiempo afincado en Madrid. ¿Cuánto tiempo? No lo sabía. Solo sabía que hacía tiempo.

Fernando era muy respetuoso –no te abordaba si no te dirigías a él–, de ademanes muy educados y tenía una figura alta de casi un metro noventa de estatura, más espigado que carnoso, calvo y rapado en lo que aún debía quedarle de pelo, y lucía la chaqueta blanca de su uniforme, de corte liqui liqui, con holguras que indicaban que aquello de servir cafés cortados, chocolate con churros y cruasanes a la plancha no despertaban en él mayor entusiasmo.

No recuerdo cómo ni en qué fecha terminé hablando con él de libros. Pero así fue. Él demostró ser un ávido lector –no solo de literatura, sino también de filosofía y ensayo. Estudiaba alemán, según me dijo, para poder leer a los filósofos alemanes en su propia lengua–, y desde aquel momento mientras te servía cafés, y mediante conversaciones que no se podían prolongar mucho, pues estaba de servicio, empezó a recomendarme libros y autores. Y así por varios años. El último escritor del que me habló fue de un portugués, aunque esa noche olvidé anotar su nombre.

A finales de julio de este año, el día veintinueve, los madrileños fueron sorprendidos con una triste noticia: el emblemático Café Comercial echaba el cierre. La gente no habló de otra cosa aquel día. ¿Cómo era eso posible? ¿Por qué el ayuntamiento no había intervenido para evitarlo? ¿Por qué no lo había comprado para salvaguardar uno de los pocos cafés históricos de la ciudad? El Café Comercial formaba parte de la ciudad, ¿cómo podía haber sucedido algo semejante? El café en el que habían tertuliado poetas de la talla de Antonio Machado, Blas de Otero, Gabriel Celaya, José Hierro, José Manuel Caballero Bonald y Ángel González, entre otros, desaparecía para estupor de los asiduos y los no asiduos, que también lo consideraron un despropósito.

Muchos madrileños se desplazaron hasta la Glorieta de Bilbao –donde se ubicaba el café– para intentar recabar alguna información de más. Pero no fue posible. El café estaba cerrado.

Durante los días sucesivos la prensa se ocupó de ese cierre sorpresivo y traumático, y muchas personas se acercaron al café a dejar testimonio de lo que consideraban una enorme pérdida, pues el café lo sentían como propio. Alguien tuvo la ocurrencia de dejar constancia de su pena en un pequeño papel de color rosa y en forma de corazón. Y a este le siguieron muchísimos más pequeños corazones rosas hasta llenar las cristaleras del café que daban a la calle.

Pasó el verano y se adentró el otoño y llegó el fin de año, y la desaparición del emblemático café pareció haber sido asumida por los dolientes. El inmueble sigue ahí, cerrado, y los corazones rosas debieron haberse caído con alguna lluvia o arrancados con algún fuerte viento porque de estos solo queda una pequeña hilera en sus cristales.

Empezado este diciembre y, tras pasar por el café, volví a recordar al camarero paisa que tanto amaba la lectura. Y quise saber qué había sido de su vida y lo localicé. Era un personaje singular y quería hacer un perfil sobre él. No es usual tropezarse con un camarero que te hable con verdadero entusiasmo de Emanuel Kant y de Fernando Pessoa. Quedamos a las once de la mañana, en una cafetería de la calle Fuencarral. Para romper el hielo, empecé preguntándole por el nombre de aquel autor portugués que tanto le había gustado a él y que me había recomendado la última vez que nos habíamos visto. Sin dudarlo un instante, respondió: Gonçalo Tavares.

Luego le pregunté por su edad, 48 años, dijo; su lugar de nacimiento, Salgar, Antioquia, dijo, y agregó: el pueblo en el que vivió Uribe Vélez. Pregunté por su familia y habló de tres hermanos, y yo me sorprendí de que tuviera una familia pequeña viniendo de padres paisas. Él dijo: mi madre era un ama de casa muy piadosa, pero tomaba anticonceptivos. También habló de su padre. Había sido agricultor, pero luego se había llevado a la familia a vivir a Itagüí en busca de un mejor futuro y se había convertido en conductor de autobuses. Mi casa era una casa muy paisa, dijo, como buscando la mejor forma de definir el entorno en el que había crecido. Era una casa de rezar el rosario y de misa diaria, dijo.

Y luego comentó detalles de su vida escolar. Por las mañanas, en el colegio nos daban para comer tortillas, mortadelas en lata y sopa de avena de las donadas por Alianza para el Progreso. Yo fui a colegio de curas, dijo, al Instituto de Cristo Rey. Pero a los catorce años, la religión dejó de ser mi brújula. Desde entonces soy ateo, dijo. Entonces se detuvo en Itagüí, el pueblo al que llegó con once años. No había acueducto, las calles estaban sin asfaltar y estaba siempre muy movido con los movimientos cívicos, los paros cívicos, las luchas sindicales. No muy lejos de allí funcionaban Coltejer, Polímeros, Sofasa, la Renault y la Cervecería Pilsen, dijo.

A los dieciséis años ya tirábamos piedras en las manifestaciones y nos llevaban detenidos a la Cuarta Brigada. ¿Y quién lo sacaba de allí?, pregunté. El Comité Permanente de los Derechos Humanos. Ahí conocí a Héctor Abad Gómez, el padre de Héctor Abad Faciolince, buen tipo.

¿Qué le decían sus padres? Mi casa era una casa goda. Yo tenía muchas fricciones con mi casa. A los dieciséis años comencé a realizar labores de milicia en el Ejército de Liberación Popular (EPL).

¿En qué consistían esas labores? En prestar apoyo logístico: mover armas, traer gente del monte a la ciudad, imprimir propaganda, llevar comunicaciones... Yo estuve en el EPL de 1983 a 1991, dijo. Sus declaraciones me causaron una sorpresa mayúscula. Había venido a desentrañar a un camarero particular, pero jamás pensé que caminara o hubiese caminado por el sendero de lo que acababa de escuchar. De repente, sentí mucho calor, me quité el jersey y propuse que comiésemos o tomásemos algo. Yo pedí un roibos, y él, un desayuno compuesto por café y barrita de pan con aceite. Había venido directo desde una sesión de fisioterapia, dijo, y aún no había desayunado. Tengo tendinitis en esta mano, dijo, mostrándomela. De cargar a mi hijo pequeño, dijo.

Nos trajeron el desayuno. Entre tanto, intentando ganar tiempo para poder recomponer mi batería de preguntas, yo profundicé en el tema de la tendinitis y los esfuerzos que la causan.

¿Por qué se hizo guerrillero?, le pregunté, y él habló de todas las desigualdades sociales que le rodeaban, de la conciencia social que había en todos esos movimientos y paros cívicos de Itagüí. Y aclaró: Pero solo me eché al monte de manera definitiva a los dieciocho años. Me vi enfrentado a tener que elegir. Por un lado tenía que ir al Ejército. Yo al puto Ejército no voy, dice que dijo. Y por otro, habían matado a dos compañeros y decidí que mejor me iba al monte.

¿Y desapareció así sin más? ¿No dijo nada en su casa?, pregunté. Les dije que me iba unos días a Santa Marta. Yo sentía que la revolución estaba por encima de los sentimientos. Incluso, y a pesar de ser un muchacho muy joven, sentía que Lenin le debía ganar a la libido.

¿Qué significó para usted matar? La carga moral se disemina en la acción, dijo. Nunca vi morir a nadie. Y en combate uno tiene que cubrir una línea y dispara. En todo caso, la guerra que librábamos entonces no se había degradado como sucedió después. Se volvió cruenta cuando entraron los paramilitares y cuando las estrategias antisubversivas se dirigieron a golpear la base social: los campesinos. Eso explica los millones de desplazados actuales.

¿Por qué abandonó la guerrilla? Porque depusimos las armas. Muchos vimos que había una opción política desde la que poder luchar. Nos llamaron traidores, pero muchos pensábamos que la Asamblea Nacional Constituyente era una gran oportunidad y que si seguíamos en la lucha armada nos iba a coger la vejez dando tiros y sin lograr nada. Como dijo un compañero, 'nos cansamos de esperar la esperanza y salimos a buscarla'.

La entrega de armas se produjo el 1 de marzo de 1991. Llovía, fue un día triste. Ese día desayuné café amargo y arepa con queso. Muchos ya no llevábamos el uniforme. Habíamos empezado a usar unas camisetas que llevaban un logo de tres estrellas en el pecho. Significaban el tránsito de las armas a lo civil. Era una forma de desprenderse del verde olivo. En la entrega lloramos. Nos lanzábamos a un espacio de incertidumbre en el cual teníamos que redefinir nuestros proyectos de vida. La entrega fue réquiem y también una pachanga. Esas cosas del realismo mágico. Recuerdo que antes de entregar mi arma disparé el último cargador y grité, ¡Viva Colombia, hijueputa! Fuimos tres mil los que dejamos las armas. A la entrega solo se resistió una facción del EPL encabezada por Francisco Caraballo. No sé que habrá sido de ellos. Les perdí la pista desde las negociaciones de Tlaxcala en 1992.

¿Y cómo quedó después de que se despojó de las armas? ¿Cómo fue ese tránsito hacia la vida de un ciudadano corriente? Perder el arma crea un estrés postraumático, dijo. En la guerra el arma es la continuación de la vida. Perderla es la muerte. El arma era más que un fierro. Desprenderte de esta era desprenderse de lo que había sido tu sustento existencial. Así que lo que vino después consistió en trabajar mucho a nivel psicológico para sentirte seguro sin llevar un arma contigo. Yo me vine a España. Me hicieron tres intentos de asesinato en Colombia y pedí refugio político. Me vine a Madrid. Pasado el primer año, comencé poco a poco a integrarme. Me puse a estudiar Ciencias Políticas y Sociología y me psicoanalicé durante cinco años. Debía reconstruir un yo fragmentado. Me costaba mucho desmilitarizar la vida.

¿Averiguó cuáles habían sido las causas internas que lo habían llevado a ser guerrillero? Sí. ¿Cuáles eran? Querer romper con el mundo godo de mi padre. Con el autoritarismo y el machismo de mi padre. Yo era el mayor y el varón. El quería que yo fuese cura o militar ¿Y en qué consistían ese autoritarismo y machismo? En: tienes que hacer esto porque lo digo yo y punto; tienes que hacer esto otro por mis cojones; me llamaba maricón porque a mí me gustaba irme a leer a la biblioteca y no jugar al fútbol; y cosas por el estilo.

¿Cuál es el recuerdo más duro de imposición paterna? En el mundo paisa tener amantes es muy de machos, ya sabe. Mi padre tenía una amante que tiraba más que mi madre y que la casa. Esto no lo puedes entender porque no eres más que un pobre maricón, me decía. La construcción de la masculinidad se basa en lo macho. Es un mundo falocéntrico y decimonónico, ya sabe. Han pasado muchos años de aquello, ¿se ha podido reconciliar con su padre? Me reconcilié con él estando aún en la guerrilla, dijo. Nos reunimos en casa de un tío mío. Hablamos mucho y nos emborrachamos con aguardiente y eso ayudó a romper el hielo. Sentí que aunque manteníamos nuestras diferencias, me respetaba. Me di cuenta de que estaba orgulloso de que yo fuera un macho, un guerrero.

¿Pero entonces, finalmente, terminó cumpliendo los deseos de su padre? No, respondió. Fue una reunión que sirvió para darnos cuenta de que nos respetábamos a pesar de nuestras diferencias, insistió. ¿Y cómo ha sido su vida en Madrid? Llegó con veinticuatro años y ahora tiene cuarenta y ocho. Lleva media vida aquí. Al día siguiente de llegar a Madrid, me fui a ver el Guernica, de Pablo Picasso, que entonces se encontraba en el Museo del Prado. En el colegio había tenido un profesor que nos hablaba con pasión de este cuadro, y además yo había leído mucho sobre la Guerra Civil Española, y sabía que simbolizaba los sueños truncados. En un comienzo pensé que mi estancia acá sería transitoria, cuestión de un año sabático. Pero luego comprendí que no sería así, dijo. De Colombia me decían, no vuelva, la paz no va a llegar en semanas. Entonces me puse a estudiar y me abrí.

Comencé a conocer mucha gente, refugiados de muchas partes del mundo y mucha gente más.

¿Hoy de qué lugar se siente? Soy cosmopolita, y me siento un ser universal más que de identidades geográficas. ¿Y cómo se ha ganado la vida acá? He desempeñado muchos trabajos y ninguno cualificado. He cuidado ancianos, he sido instalador de redes informáticas, procesador de encuestas electorales, barman en discotecas, repartidor y camarero. Pero después de unos años, usted se licenció en Ciencias Políticas y Sociología.

¿Por qué no buscó trabajo en lo que había estudiado? Claro que lo busqué, dijo. Pero nunca conseguí nada. Unas veces porque era colombiano, otra porque no hablaba tres idiomas, en fin, que siempre hubo un pero, dijo. Usted está casado con una ingeniera industrial, madrileña. ¿Cómo la conoció? La conocí en la librería Fuentetaja. Asistimos juntos a muchos conciertos, cines, museos, librerías y manifestaciones. Y aquí seguimos doce años después con el mismo enfado contra la sinrazón del mundo. Con ella he vivido la aventura más transformadora: tener dos hijos y lo que ello implica. Reemplazar las librerías, los museos, los conciertos por los pañales, los biberones, los pediatras e intentar compatibilizar eso con el mundo del trabajo. Si su hijo le dijese que quiere ser guerrillero, ¿qué le diría? No sé, dijo pensativo. Hay que construir un mundo para que eso no sea necesario.

¿Se considera usted ahora pacifista? No sé si es el término, dijo. Pero tenemos que buscar formas para no darnos de hostias. Hay que trabajar por construir cultura democrática, valores democráticos, dijo. Su vínculo con el Café Comercial duró diez años. ¿Cómo funcionaba ese café? La forma de gestión del café era totalmente caótica, pero se sostenía por ser un café emblemático y por el empeño de los trabajadores. Sin embargo, me la pasé bien por los vínculos que establecí con algunos colegas de trabajo y clientes habituales. En el café, en la planta de arriba, existió un club de ajedrez. Y atender a los ajedrecistas era como suministrar metadona a los heroinómanos. Comenzaban a jugar a las cinco de la tarde y a medianoche había que reñir con ellos para que se fueran. La adicción total. Solo pensaban en las 64 casillas. Así todos los días.

Luego habilitaron la planta de arriba para eventos culturales y tertulias y eso era de lo más variopinto. Tertulias políticas, de quiromancia, de todo tipo de sectas New Age, de protaurinos, antitaurinos, europeístas, antieuropeístas. Lanzamientos de libros interesantes y otros infumables, pero con gran tirada. Pero también disfruté de la presencia y charlas con gente interesante: John Malkovich, Ken Loach, políticos presentables y también otros impresentables. Escritores como Tomás Segovia, Rafael Sánchez Ferlosio, Luis Landero, Luis García Montero, Almudena Grandes, entre muchos otros. Periodistas, actores, gente del cine, del teatro. Egos pequeños, egos grandes y egos sobredimensionados. El Comercial era todo un emblema hasta el 28 de julio de este año, mi último día de trabajo. El 29 nos citaron a las nueve de la mañana a una reunión de empresa. Estábamos todos los trabajadores, las dueñas y sus hijos y los abogados de la empresa. Estos empezaron con el ritual de liquidación de la empresa, aduciendo la edad avanzada de las propietarias, y nos ofrecieron una menesterosa compensación por los servicios realizados. Como si no existiera el derecho laboral. Tuvimos que pelear para lograr lo que nos correspondía.

¿Y ahora qué piensa hacer? Se encuentra en una situación difícil. Tiene cuarenta y ocho años, una mala edad para poder reengancharse al mundo laboral, y no está cerca de los sesenta y cinco que le permitirían jubilarse. Voy a intentar convertir esta situación en posibilidades mejores, respondió seguro. Voy a luchar por conseguirlo. No quiero seguir trabajando de camarero, dijo. Si se hubiese podido quedar en Colombia, ¿qué cree que habría sido de usted?, ¿dónde se visualiza? Trabajando en el campo de la investigación social, respondió de inmediato. Me encantaría poder trabajar en eso.

En los días posteriores a la entrevista, llamé a Fernando algunas veces para aclarar hechos o pedirle que me proporcionase fotografías. Siempre contestó apurado. Es él quien se encarga casi todo el día de los niños. Y en los ratos libres acude a uno y otro lugar a dejar currículos o a realizar entrevistas de trabajo. Le pregunté si todavía le quedaba tiempo para leer, y me respondió que por supuesto. Ahora mismo estoy releyendo un libro que me encanta: El mundo de ayer, de Stefan Zweig.

Un libro que recoge con enorme nostalgia la pérdida del mundo seguro en el que había crecido el escritor.