El turista viene, se empapa, vive la cultura del carnaval y sueña con regresar el próximo año para seguir disfrutando de una experiencia que pareciera nunca acabar.
Mientras, para el hacedor, el artesano, el maestro o el músico, la fiesta más grande del Caribe se palpita todo el año. No solo porque de su trabajo depende que cada persona que llegue a Barranquilla y el Atlántico se enamore de este espacio lleno de color y diversidad, sino porque de su éxito depende su legado y la preservación de sus tradiciones.
Por ello, en cada detalle, desde el vestuario hasta la música, se imprime el alma de quien con sus manos, pies y creatividad hacen del Carnaval de Barranquilla una experiencia que solo ¡Quien la vive es quien la goza!
Tal es el caso de Marco Martínez, un artesano oriundo de Tubará, territorio Mokaná del Atlántico, que con sus manos fabrica los tambores que hacen vibrar los corazones de los carnavaleros:
Hace más de tres décadas este jovial hombre de 64 años, que aparenta casi diez años menos, tomó las riendas del taller que empezó su padre, Absalón, de quien heredó la vocación artesanal y que a su vez aprendió el oficio de un tío llamado Ramón, todos del pueblo indígena Mokaná.
Ya son 50 los años que Marco Aurelio Martínez ha dedicado a la elaboración de tambores, esos mismos que marcan el ritmo en los desfiles del Carnaval de Barranquilla y que suenan así (presione ‘play’ para escuchar):
Los tambores del taller ‘San Martín’ son especiales también porque Marco Martínez le ha puesto empeño a la estética. Del perfeccionismo que le imprime a sus obras, sumado a los momentos de inspiración divina, han resultado detalles innovadores que hacen resaltar sus diseños entre la multitud en los eventos de Carnaval.
El tambor es el alma de los ritmos de las danzas tradicionales que hicieron del Carnaval un Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad, declarado por la Unesco. Por eso, es casi imposible pensar en la fiesta más grande de Colombia sin sentir y escuchar el sonido de este instrumento, al igual que resulta inconcebible hablar del Carnaval de Barranquilla sin mencionar una máquina de sonido que ha vibrado desde los años 50 en los barrios más populares de la ciudad, el infaltable en las casetas y verbenas: los picós.
Los artesanos que se encargan de ponerle color y darle identidad a estos grandes equipos de sonido hacen que sea una fiesta para el gozo del barranquillero y que, al mismo tiempo, estas máquinas se conviertan en el transfondo del Carnaval.
Hoy, aunque el Carnaval de Barranquilla ha evolucionado con nuevas propuestas musicales, la cultura picotera sigue siendo un pilar indiscutible de la fiesta, reafirmando que sin los picós, sin la explosión de sonidos y colores que representan, la celebración no sería la misma. De eso se han encargado tres amantes del mundo picotero: Osman Torregrosa; Julio César Lobo, propietario del picó El Gran Lobo e Italo Gallo Jr., quien junto a su padre Italo Gallo son propietarios del picó El Coreano.
Ellos tienen la práctica, casi que religiosa, de “afinar” los picós, poner a punto estas recias máquinas de sonidos, para el deleite de sus dueños y los miles, o millones, de picoteros que siguen sagradamente esta cultura.
El picó es música, la música es baile y el baile es Carnaval. Por eso si hay algo que identifica a los carnavaleros y la manera en cómo se ven ante los ojos del mundo es, precisamente, el baile, una forma artística de exaltar la fiesta de Barranquilla. Esta es la ardua labor de cuatro maestros que se han convertido en el rostro invisible detrás de un trabajo que se refleja en cada ‘reboleo’, ‘caballito’ y ‘tumbaíto’ que desfila año tras año:
En Nancy, Joseph, Dayán y Breyner hay una pasión que los une: la danza, de la que ya se graduaron con honores; sin embargo, eso de mantener el cuerpo quieto no es lo de ellos, de ahí que hubieran sentido el afán de no quedarse con eso que por años dedicaron con ensayos de nunca acabar.
Sus piernas y movimientos se han convertido en un verdadero arte: el baile. Por años han respirado y, por supuesto, bailado por el Carnaval. Son el alma de esta fiesta y así mismo se han encargado de poner a vibrar a los carnavaleros a través de sus grupos. Por ejemplo, Fantasía Real, una comparsa de fanfarria, le dio la bienvenida a quien diez años más tarde se convertiría en su director: Joseph Geralindo Rodríguez. Ese fue el antes y el después de la comparsa. Nada volvió a ser lo mismo: la fanfarria quedó a un lado y los ritmos que ahora marcan los pasos son más de tinte moderno, más de poder amazónico, como la temática de este 2025.
Breyner Cantillo Berdugo, un barranquillero de sonrisa eterna para el que, al igual que Joseph, su familia fue determinante para encontrarse con la danza. Fue su papá el de la salsa brava en casa. Si sonaba una de Richie Ray y Bobby Cruz o del Gran Combo de Puerto Rico el primero que saltaba a escena era él.
Han pasado los años y ahora con 32 se da cuenta de que esos patrones –crudos de técnica en ese entonces– sirvieron para poner a bailar champeta a la monarquía. Por sus manos o, mejor dicho, por sus pies han pasado varias reinas que buscan poner a punto el pase del ‘caballito’ o del ‘golpeteo’: Melissa Cure (2024), Isabella Chams (2020) y Marcela García (2016).
Si a Breyner le sobran palabras al hablar, Nancy Zamora las tiene contadas, pero a decir verdad mucho no las necesita porque su parlante es el movimiento extravagante de su pelo, son las milimétricas posiciones de sus dedos, son la sincronía de sus pies y brazos. No necesita decir mucho más.
Eso de hablar con pies y manos viene con ella desde por allá en el 2003 cuando inició en la casi quincuagenaria Escuela Palma Africana de la maestra Carmen Meléndez, de la que no fue solo su aprendiz, sino también su referente en esto de enseñar, no sin antes haberse recorrido medio mundo representando a Colombia en cuanto festival de danza se le atravesara.
Sus niñas, que no superan los 18 años, ven en ella lo que esta barranquillera de sonrisa amplia y de profunda conexión africana vio una vez en Carmen. Hoy es lo que, ni en sus más carnavaleros anhelos, se imaginaba ser.
Quien sí se lo imaginaba era Dayán Hurtado, que de niño impávido apreciaba la sincronía de las comparsas y danzas que imponían el paso en la Vía 40. Las vallas que separaban a danzantes y público desaparecían apenas se adentraba en la hipnosis que producía el ritmo cadencioso de congos, cumbiambas, marimondas y garabatos.
En más de dos décadas lo único que ha sabido hacer mejor es ‘tirar pase’, se inclina por lo tradicional más que por la fantasía, que aunque no le disgusta su misión es otra: mantener los signos vitales de las danzas patrimoniales del Carnaval de Barranquilla en perfecta funcionalidad.
Buscando ese objetivo, en 2015 fundó la Corporación Artístico Cultural Musas, en el municipio de Soledad. En 2016 se entregaron por primera vez al escenario o las calles para ser más precisos, aunque un poco accidentado aquel debut pues llegaron al Ceremonial de la Muerte ya cuando el desfile había arrancado. Trágico en ese momento, ahora solo un chiste más.
Pero la danza no es la único que ha hecho del Carnaval una fiesta inmenza y hasta un referente internacional, llena de tradición, cultura y folclor. Las manos creativas de cinco artesanos también han sido responsables de ello, encargándose de mantener viva una figura tradicional que completa 107 años de historia: la reina del Carnaval:
Carolina Arcieri, Lina González Palmett, María Alejandra Kaled, Jaime Mejía y Jean Robechi son cinco personajes detrás de la historia de las reinas de cada rincón del Atlántico. A través de sus piezas se han encargado de que las representantes y casi que máxima representación de las carnestolendas brillen por todo lo alto.
Arcieri fue la pionera de las joyeras que se encargaron del símbolo más importante de una reina y, por ende, del Carnaval: la corona de la soberana. Esta barranquillera dice, con la pasión que la caracteriza, que la corona “es la pieza más emblemática y más simbólica de cualquier reina”. Y su gran reto comenzó ahí. Demostrar cómo sus manos artísticas eran capaces de crear una pieza que pudiera reflejar todo lo que significa el carnaval, tanto por tradición como por la esencia misma de esta fiesta que forja cada año la identidad de los barranquilleros y atlanticenses.
Al realizar su primera corona de una reina, Carolina dio el mensaje de que estas piezas pueden tener el sello barranquillero, pues usualmente las coronas eran importadas de otros países como Estados Unidos.
Transmitir la esencia del Carnaval en una pieza no solo requiere de creatividad, sino también de sentimiento y hasta la especialidad de crear vínculos, una capacidad indiscutible de Lina González Palmett, quien dice con determinación que la corona es un “símbolo que inmortaliza el carnaval”, y nada más acertado que eso. Esta pieza trasciende generaciones y permea en la historia de las fiestas.
Su pieza más reciente fue la corona de la reina del Carnaval de la 44, Alexsandra Estarita. Aquí puede explorar detalles de esta:
Artes diferentes, pero con el mismo propósito: enaltecer la fiesta y transmitir emociones a través de sus creaciones. El objetivo de Jaime Mejía y Jean Robechi es que la historia del carnaval se vea a través de sus diseños y que sus vestidos inspiren. Con mucho trabajo y dedicación lo han logrado. Sin temor a nada y sin barrera alguna. Lo han demostrado a lo largo de su trayectoria.
Son artesanos que sienten y transmiten el amor por la fiesta más grande de Colombia, la misma que quieren inmortalizar con sus creaciones.