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Con dependencia del uso que le demos los lectores a lo largo del tiempo, un libro puede ser muchas cosas.

A juzgar por las tablas que el arqueólogo alemán Julius Jordan desenterró en 1929 en Uruk, antiguo asentamiento de Mesopotamia en lo que hoy es Irak, hace 5.000 años servían para llevar en tabletas de arcilla y otras superficies de piedra el registro de las cuentas en caracteres de escritura cuneiforme.

Al ser un registro de posesiones, esos libros también eran memoria, recopilación, documentación que contenía un propósito. Los libros, sin importar su formato, han revelado o señalado siempre algo necesario. Pero también lo innecesario, pues un libro alberga una cosa y su opuesto. En un libro cabe lo sagrado y lo profano, lo que creemos y no, lo que vemos y lo que —como diría El Principito hablando de lo esencial— 'es invisible al ojo humano'.

El libro va más allá de nosotros, más allá de una fecha celebratoria, nos sobrepasa y —como los mejores y más terribles inventos humanos— nos supera. Un libro ayuda a pensar. Cuando uno lee, piensa en cosas que no son el libro, y podría decirse que el libro también es eso, lo que no es y al mismo tiempo lo que el libro permite imaginar más allá de su contenido y contexto.

En el antiguo Egipto, los papiros y paredes eran libros. Las historias de faraones y otros personajes de El libro de los muertos acompañaban en el tránsito de la vida hacia otro mundo. Aquellos textos escritos en las cámaras sepulcrales, que hacen visible el anhelo de inmortalidad y la ambición de permanencia de una comunidad, indican también una exigencia que siempre se le ha dado al libro: trascender la vida.