Me dice un amigo que soy como un personaje del cineasta norteamericano especializado en westerns Budd Boetticher. En una de sus películas, dice un cowboy: 'me cansé de ver al sol ponerse por el oeste y decidí seguirlo'. Eso es exactamente lo que hice y por eso estoy en Barranquilla. Desde aquí veré cómo mañana mis emociones y recuerdos forjados durante años se enfrentarán en un recipiente de cristal. Mañana es el sorteo del mundial de fútbol Brasil 2014 y mis tres patrias estarán en el bombo.
Afirman los expertos que en la infancia es donde se fragua la personalidad y la identidad de uno, a base de vivencias y experiencias emocionales. Gran parte de esas emociones comenzaron en el verano de 1982. Yo tenía apenas 8 años y ya había vivido bajo una monarquía, un golpe de estado, una revolución, una dictadura teocrática y una devastadora guerra que aún duraría varios años más. En medio de ese contexto viví conscientemente mi primer mundial de fútbol, el de España.
n ese torneo no participó Irán, así que uno se aferraba a los colores que más pasión despertaban en la sufrida población: el magnífico Brasil de Eder, Zico, Sócrates y Falcao. Ese año ganó Italia con un hat-trick de Paolo Rossi en la final contra Alemania. Tiempo después, ya habiéndome exiliado a Europa, pude comprobar a través del cine que esa pasión era una cuestión existencial. En el año 1990, apenas terminada la guerra, Irán fue asolado por un devastador terremoto, especialmente mortífero en zonas rurales. El cineasta Abbas Kiarostami se convertía en testigo de esa tragedia en la memorable Y la vida continúa. Al final del film, en medio de todo ese horror, los pocos supervivientes se las ingenian para armar una antena con tal de poder seguir el Mundial que se disputaba en Italia. En esa ocasión ganó Alemania, pero lo verdaderamente importante era que la vida continuara.
Por ese entonces, yo ya vivía en España y en el fervor de la adolescencia me emocionaba con el Dream Team de Cruyff y, a nivel de selecciones, me apegaba cada vez más al sufrido combinado nacional. Los fracasos se sucedían en los mundiales, lo cual dificultaba la labor de los periodistas que se las tenían que ingeniar para entusiasmar al pueblo llano e insuflarles ánimos, emplazándolos para dentro de 4 años. Finalmente, en el 2010 llegó el ansiado premio, el sueño de cualquier amante del deporte rey. Un gol de Iniesta en el descuento desataba la locura en las calles de un país inmerso en una profunda crisis económica. Al igual que los persas, el fútbol se convertía en un bálsamo aunque esta vez para los desahuciados, pensionistas y desempleados. Mientras tanto, la casta política se regocijaba viendo como las portadas hablaban de fútbol y no de sus fechorías. La fiesta fue grande en toda España, incluida la Cataluña separatista. Las calles de Barcelona abarrotadas por cientos de miles de personas, pintadas y ataviadas de rojo y entonando cánticos de euforia hasta la extenuación. Yo llevaba 23 años viviendo en España y lo expresaba maltratando mis cuerdas vocales. Para ese entonces, ya había hecho todas las maldades propias de un joven librepensador e iconoclasta, disfrutado de todo aquello que la intolerancia me había prohibido en la infancia. La copa del mundo venía a colmar mis emociones futbolísticas y a estrechar mi apego a esa tierra mediterránea.
Pero la historia no acaba allí. Continúa a 10.000 kilómetros en un destartalado estadero en el centro de Barranquilla durante el partido clasificatorio contra Chile. Ya había vivido varios partidos pero esa remontada fue cardíaca, rodeado de ancianos ajados pero alegres y risueños, derrochando toneladas de emoción y sentimiento. El caprichoso destino me había puesto a prueba de nuevo, empujándome a perseguir al astro rey —la deidad sagrada de los persas— y me había llevado al Caribe. Ahora, la nueva patria es Colombia y cuando juega su selección las calles brillan más que el propio sol. Barranquilla, en apenas un año, ha añadido un nuevo ventrículo a mi fogoso corazón. Su ejemplar afición ha despertado nuevas pasiones en mi alma que ni siquiera me imaginaba que existían. Y además, es que esta selección promete. Es el equipo de Ospina, James, Teófilo y Falcao, pero este Falcao no es brasileño, es de Santa Marta y es acuario como yo. El país entero confía en ellos porque es una nación que ha sufrido mucho y tiene abierta una herida que necesita cicatrizar cuanto antes. Igual esta selección se convierte no en un bálsamo sino en la piedra angular de una nueva Colombia; porque por encima de todo, la vida debe continuar.