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Andrés Felipe Roa es una especie de ‘Speedy González’, capaz de pasar del punto estático cero a desarrollar una explosión letal en fracciones de segundo. Cualquier defensa desinformado que intente marcarlo muy de cerca, se verá sorprendido por ese arranque de ‘correcaminos’ (¡Bic, bic!) Y ¡allá va! ¡Cójanlo!...

Cabeza levantada, técnica fina, cambio de ritmo, elegancia, decisión, asertividad y goles. Favorecido por las cámaras por esa pinta de actor nórdico y ese carisma seductor que mantiene cautivo a un Fans Club de féminas, pero, ¡ay!, mientras no tenga que hablar, claro, porque allí lo traiciona esa timidez ancestral, esa torpeza para comunicar con palabras lo que hace tan fácil con una sonrisa o una mirada inquisidora.

Su natal Sabanalarga, una población ubicada en el epicentro del Atlántico, enloqueció el día de la final Cali-Medellín cuando Roa dibujó aquel soberbio cabezazo que enmudeció al Atanasio Girardot y luego alcanzaría el paroxismo cuando, en plena celebración, dando la vuelta olímpica, Andrés tuvo la delicadeza de sacar y envolverse con la bandera de su pueblo y ahí sí fue Troya, a correr y abrazarse con todos los vecinos y amigos, como si fuera un 31 de diciembre en hora de pitos, salir enmaicenados en caravanas, borrachos en medio de la fuerte lluvia de esa noche que caía y adornaba la faena y después rematar con un recibimiento apoteósico al día siguiente, con carros de bomberos y papayeras, y ríos de ron y de orgullo, como tenía que ser.

Pueblo y familia, claves esenciales

Después de tener a sus hijos varias temporadas en la Escuela de Fausto Castro, Carlos Roa Mercado, decidió organizar, con algunos amigos (Nicolás Martínez, Ramón Blanco, Salin Abdala, Eliécer Navarro y Luis Barraza), el Club Asefusa, de Sabanalarga, con la intención de formar jugadores para el fútbol profesional y emular algunos pocos nombres que en el pasado figuraron: Melquisedec Navarro, Roberto Vizcaíno, Eurípides Blanco, Hernando Mercado, Gustavo Fonseca, Leonidas De la Hoz, Dimas Mattos y Osvaldo Otero. Aunque Andrés es el primero en coronarse campeón de un torneo rentado. En la actualidad también se destacan su hermano Juan Camilo Roa, referente en Cortuluá, (luego de haber intentado en el Deportivo Cali y en la Autónoma) y Mauro Manotas en el fútbol de Estados Unidos. Su hermano menor, Carlos, ha estado en la Selección Atlántico en varias ocasiones y recientemente fue invitado a un microciclo de la Selección Colombia sub-15. Curiosamente los tres hermanos utilizan el número 25 en sus camisetas.

Este profesor de Química del colegio Antonia Santos de Molinero, es un hombre dócil y tranquilo. Eventualmente tendrá sus pecados, como todos, pero no es fácil encontrar a un padre más consagrado a sus hijos y su familia que Carlos Roa. Con su esposa Zamira Estrada, han edificado un hogar digno que goza de la estimación general. Y no dudan en mostrar carácter cuando se trata de exigirles a sus hijos corrección y seriedad en sus actuaciones, que no les gusta que anden en la esquina ni molestando en la casa ajena, que eviten conflictos innecesarios, que respeten a los mayores, que se preocupen sólo el día en que ninguno les diga nada y que no sufran por ambiciones vanas, porque nadie pierde lo que no ha tenido.

Alguna vez, el entonces presidente de la Liga de fútbol del Atlántico, Carlos Peña Torres, me invitó para que fuéramos a ver una final infantil que se jugaba en el estadio Moderno de Barranquilla y que fue ganada precisamente por Asefusa. Varios chicos me interesaron. Hablé con el presidente del club, que resultó ser el papá de los Roa, y le sugerí que era importante que organizaran un programa de control y crecimiento para esos muchachos. 'Es bueno que los lleves a un médico deportólogo y a un nutricionista —le indiqué—, juegan bien tus pelaos, pero están como flaquitos'. Tres años después asistimos a un partido del Torneo Nacional, acompañados por Ricardo Martínez, entonces director de las Divisiones menores del Deportivo Cali y el monito, especialmente, nos sorprendió a todos, por su potencia, velocidad y contundencia. La tarea se había hecho bien. La casa-hogar del Cali lo esperaba.

Recorrido en la 'B', debut en la ‘A’

En el Deportivo Cali se consideró prudente que Roa y otros muchachos de divisiones menores fueran a ganar experiencia en otros entornos. Como Uniautónoma jugaba de local precisamente en Sabanalarga, se sugirió que Andrés viniera a ser el único jugador de ese pueblo en la nómina titular del equipo universitario. Les fue tan bien ese año 2013, que lograron el título de la ‘B’, ascendiendo de categoría. No obstante, por diferencias entre los clubes, debió continuar en la segunda división por otra temporada, ahora con el Unión Magdalena. Ese periplo por tierras costeñas, con pocas comodidades y casi en situaciones límites, vino a darle lo que quizás le hacía falta a su talante.

Atrás quedaban sus resabios con el profe Rober Carabalí en la sub-20 del Cali, sus enojos de niño caprichoso, como en aquella ocasión en que llegó tarde a la cancha porque un desfile militar retrasó su viaje. Cuando hablé con él por teléfono no podía entender su rabia. 'Es lo normal —le dije—. Llegaste tarde, no juegas' Entonces me dijo algo que me dejó pasmado y que reflejaba su carácter de aquellos momentos: 'No es eso, profe, que no me pusieran a jugar no importa, sino que me obligaron a prestarle mi uniforme a un pelao que es muy malo'.

Su debut con el Cali ante Alianza Petrolera fue de novela. Partido complicado, entra para el segundo tiempo y fue la sensación en el estadio, pelotas en los palos, pases exquisitos, la gente se preguntaba, asombrada, de dónde había salido semejante crack. En la televisión ya lo escogían como la figura de la cancha. En tiempo de reposición va por una pelota en la línea lateral, cerca del banco contrario y se estrella con el técnico Adolfo León Holguín. Ahí mismo se forma una gresca; Roa, alterado, le da un cabezazo en el pecho al defensor Henry Rojas, lo expulsan y lo sancionan por seis fechas y le ponen una multa y algún exaltado fanático corrió a nombrarlo en Wikipedia, por ese hecho, como el ‘Zidane’ colombiano.

Epílogo

Andrés Roa ha tenido que pagar con sangre, sudor y lágrimas su aprendizaje para lograr figuración en el fútbol profesional. Quizás, confiaba demasiado en su talento y se imaginó que sería fácil: esa clase, esa técnica depurada, esa pinta de principito, monito, ojos verdes, consentido en el equipo de su papá, precisamente el 10 y capitán, cierta dosis de soberbia y pereza casi inherente a un muchacho de esa edad, todas esas señales equívocas cuando de madurar se trata, para luego confrontarse con las exigencias y la cruda realidad. Saber que te ponen a jugar en una posición donde no te gusta o que te saquen de taquito por el mínimo fallo: cuatro técnicos vallunos, fustigadores, punitivos, que no perdonan una.

Primero, Willy Rodríguez en la Autónoma, Luego Héctor Cárdenas en el Deportivo Cali (fue tal su desencuentro que Cárdenas no quería verlo ni en pintura), una temporada con Fernando Velasco en el Unión Magdalena, para después recalar en el Deportivo Cali con 'el peor de todos', un ‘Pecoso’ Castro cansón, obsesivo, fustigador e implacable, pero del que más ha aprendido lo que significa el verdadero peso específico de un jugador de élite y que le ha valido, nada menos, ser convocado por José Néstor Pékerman a la Selección Colombia de mayores.