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La tormenta que cubrió el estadio Soldier Field, de Chicago, y que obligó a la suspensión del juego durante casi dos horas y media, no solo se vivió en el ambiente, también en el campo, donde Colombia fue superada por una Chile explosiva, que resolvió el juego en los primeros 11 minutos, para vencer ayer 2-0 y clasificarse a la final de la Copa América Centenario.

Chile desnudó rápidamente a Colombia. La Roja salió con las baterías cargadas al 100% y se aprovechó de un seleccionado tricolor sin reacción, que no supo contrarrestar la velocidad y potencia ofensiva del rival.

Un error compartido entre Frank Fabra —que pierde la marca de Fuenzalida— y Juan Guillermo Cuadrado —que rechaza mal un balón dentro del área— provoca el primer tanto de Aranguiz.

La presión chilena no paró. Era una avalancha futbolística que se llevó todo a su paso. Colombia no lograba controlar la pelota, ni el juego, ni mucho menos a su rival, que rápidamente encontró nuevamente premio con el segundo tanto del partido, obra de Fuenzalida.

Con el 2-0 en el marcador, se esperaba lo peor, pero Chile decidió sacar el pie del acelerador y permitió la reacción de la Amarilla, impulsada más por las ganas y el deseo que por el orden y la claridad.

Pero James, Cuadrado y Edwin Cardona nunca se encontraron, sacrificando adelante a un Roger Martínez voluntarioso y dejando a Colombia sin la claridad necesaria para buscar el tanto que la volviera a meter en el partido.

Luego de un descanso largo, producto de la tormenta que suspendió el juego durante dos horas y 15 minutos, Pékerman intentó acomodar sus fichas y Colombia salió decidida a pelear por el cupo a la final, pero no contó con la ayuda del campo, encharcado por el fuerte aguacero, ni tampoco con respaldo del árbitro, que expulso injustamente a Carlos Sánchez y no sancionó un penal a Daniel Torres.

Con un hombre de más en el campo, Chile fue más inteligente y manejó el partido a su antojo, desgastando a Colombia, desesperándolo, sacándolo del juego. La Amarilla terminó nuevamente impotente, con ese sinsabor de volver a fallar en los partidos decisivos.