Que murió Foreman, que murió Jorgito, que murió Gatti, que murió el Papa Francisco. No hay manera de escapar a la muerte. Eso lo vamos entendiendo a medida que caminamos la vida. No hay forma de escapar a lo único seguro después de nacer.
Y, siendo la vida como es la vida, no hay forma de entenderla, sólo hay que vivirla.
Es que vivimos entre la nada y el todo. Entre añorar todo, cuando no tenemos nada y recordar la nada, cuando lo tenemos todo.
La vida es esa sucesión de éxitos, capitulaciones, malogros, júbilos, congojas y esa misma vida, con su alma de carrusel, gira alrededor de esos estados de ánimo entre las caricias y los golpes.
La vida contiene vidas. Una real que se lleva por dentro y otra pública, irreal.
La vida, esa real, única e indivisible, se comprueba en el espejo. Parándose frente a él y preguntándose ¿quién soy? ¿Soy ese, soy el que aparento, soy el que ríe o el que llora? ¿Soy ese adulto que soy o soy aquel niño que prometió lo que prometió para cuando fuera grande?
Es que la fiesta va por fuera y la procesión va por dentro. Y lo que va por dentro se derrama en las arrugas o lozanía, en los ojos tristes o alegres o en la cara que ríe o llora.
Al final de los tiempos, no hay diferencia entre la vida y la muerte. Una es consecuencia de la otra y, esa otra, es el final de aquella porque, en esencia, son gemelas. Son el principio y el fin.
Es el ciclo de la vida que se construye y la vida que muere. Hay construcciones de vida felices y otras dolorosas. Hay muertes imperceptibles y otras resonantes.
Porque hay una vida al nacer y otra al vivir. Y hay una muerte al morir y otra cuando el olvido hace que mueras otra vez…