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Un gol de madrugada no logró aplacar la alegría digna de la minoría juniorista que saltaba y gritaba en medio de las tribunas rojas del estadio capitalino mientras el Tiburón escribía, poco a poco en la cancha, con letras doradas, las palabras mágicas: Junior campeón.

Minutos antes en El Campín, que era un gran océano rojo -aunque con bahías vacías que no permitieron el lleno a reventar- sonaban rocanroles que ondeaban con ritmo en sus banderas las barras santafereñas 'Jauría', 'Parches' y 'El Fortín', y que al final terminaron mixturados irremediablemente con inaudibles pero atronadores garabatos y bullerengues.

Pero allá arriba también estaba la barra juniorista 2.600 metros más cerca de la gloria, reclamando, luego de unos primeros minutos difíciles, la inequívoca paternidad putativa del onceno barranquillero en El Campín.

En esta secta costeña y casi religiosa estaba Antonio Llamas, un economista cartagenero que, paradójica o inteligentemente, podía pasar como bogotano: saco y pantalón oscuros, camisa de cuello y puños blancos, pero eso sí corbata celeste como la camiseta del equipo de sus amores esta noche.

Frente a la aparente encrucijada que pudiera sugerir el hecho de ser hincha del Junior, en una final, pero en Bogotá, el espectador asegura: 'es lo mejor que te puede pasar en la vida, es tener un estadio de 40 mil personas en tu contra y sentir que la sangre te hierve por el equipo de tu vida'.

También en las gradas, desafiantemente ataviada con la camiseta rojiblanca del Tiburón, Diana Romero, barranquillera, grita en decibeles de octavas agudícimas los coros -irrepetibles en este diario- que propone la malhablada pero sabia barra masculina.

Dice la bella abogada, acompañada de otras amigas y coterráneas, en la que la belleza no es más que consabida redundancia caribe, que no le da miedo lucir la sublime prenda a rayas a los pies de Monserrate: 'la pasión es así, me la pongo y ya, sin miedo'.

Al final, al pitazo último, tras nerviosísimos e inacabables minutos de reposición, la tribuna rojiblanca en Bogotá, sucursal de la ensoñadora e imponente sede metropolitana de Barranquilla, enloquece de gloria con la hazaña del Tiburón, el gran Tiburón que asomó sus fauces de oro en el incrédulo mar rojo capitalino.