Se volvió deporte nacional darle palo a los empresarios. Los critican por explotar laboralmente a sus empleados, los señalan de pagar salarios de hambre y los sindican de ser cómplices de la corrupción. En estos tiempos en los que soplan fuertes vientos de populismo por el continente, no hay candidato que no le dispare artillería pesada al sector productivo, señalándolo de todos los males que aquejan al país. Ese discurso es recibido con alborozo por millones de personas y cae en terreno abonado en uno de los países más desiguales de América Latina.
Las organizaciones sindicales –todas– crecieron en Colombia amparadas en el modelo soviético que ve al sector productivo como el gran explotador al que hay que exprimirle hasta el último centavo. Dicho modelo se fundamenta en la eliminación de los supuestos privilegios de quienes se encargan de mover la economía y generar empleo.
Por cuenta de la vigencia de dicho modelo es que el 99.9 por ciento de los paros que se hacen en Colombia, organizados por los sindicatos, tienen como principal bandera la mejora salarial. Y por cuenta de esas exigencias muchas empresas nacionales y privadas han desaparecido ante el apetito voraz de los líderes sindicales. Colpuertos y Ferrocarriles Nacionales son apenas dos botones de muestra.
Las reformas tributarias que se han hecho en el país -las que salieron adelante y las que fracasaron, como la más reciente de Alberto Carrasquilla- se han diseñado con el propósito de bajarle la carga impositiva a las empresas al tiempo que se las suben a las personas naturales.
Ese supuesto tratamiento preferencial al sector productivo fue la chispa que encendió la pradera y que desde el pasado 28 de abril mantiene a miles de personas en las calles, muchas de ellas jóvenes sin mayores expectativas en su futuro inmediato.
Pero la revuelta social –con paro nacional incluido– terminó dándole un giro a la ecuación que se había impuesto hasta el momento: ayudarle a los ricos para que estos a su vez generaran empleos y dinamizaran la economía.
Hoy existe consenso –no solo entre la población sino entre los mismos empresarios– que el palo no está para cucharas y que lo mejor que hay que hacer es que aquellos que más tienen y más ganan no solo paguen más impuestos, sino que ayuden de forma directa a los más vulnerables.
Así lo han entendido los propios empresarios nacionales, quienes por cuenta del coronavirus acaban de pasar el peor año en las últimas décadas. Pese a ellos, todos están dispuestos a hacer grandes sacrificios con tal de que las cosas no empeoren. La tarea no es nada fácil, porque a la pandemia se sumó el paro nacional que para ellos resultó tanto o más perverso que el coronavirus. Las cifras son demoledoras: la parálisis ha causado daños por 11,8 billones de pesos, superior al 1 por ciento del PIB, según el Ministerio de Hacienda. Decenas de empresas debieron cerrar sus plantas ante la falta de materia prima para procesar los productos, por cuenta de los bloqueos. Miles de trabajadores fueron despedidos ante la imposibilidad de pagar la nómina. Millones de toneladas de productos han quedado arrumadas en los puertos, porque no hay cómo exportarlas. Y todo ello a costillas de un sector productivo que está con la soga en el cuello y ante la incertidumbre de no saber qué pasará en materia electoral el próximo. ¿Qué salidas hay para el sector productivo? ¿Qué tanto podría afectar un modelo populista al empresariado nacional?