La paz, como propósito que convoca a toda la sociedad, abarca muchos otros factores además de lo que se discute en La Habana para su cabal realización en Colombia. La paz comienza por casa, se ha dicho desde siempre, pero lamentablemente el ofrecimiento de todas las garantías para que este precepto se cumpla –y se sostenga– sigue siendo una asignatura pendiente.
Mientras la violencia intrafamiliar no sea abordada de frente y con contundencia, con toda la importancia que corresponde, seguirá constituyendo una mancha que, desde la misma base de la sociedad, restringe su avance y su potencial.
De cuando en cuando un caso sale a la luz y voltea los reflectores de la opinión pública sobre una situación que suele mantenerse en la oscuridad, ya que por su naturaleza su investigación y trámite se halla blindado por el fuero de la privacidad.
EL HERALDO ha constatado las dificultades que afronta el desarrollo de una denuncia por violencia intrafamiliar, para que se surta el proceso desde su radicación hasta la puesta en marcha de acciones jurídicas contra el presunto agresor, por cuenta de una alarmante combinación que mantiene al tema sumido en la más vergonzante parsimonia estatal: el represamiento de procesos ante el aluvión de casos que se registra mes a mes, y la precaria capacidad de atención de las entidades responsables, reducida a un número de funcionarios a todas luces insuficiente.
La revelación del lamentable panorama queda patente en un informe especial publicado como tema central de esta edición dominical.
El maltrato doméstico es, en la mayoría de sus encarnaciones, uno de los rastros más perdurables de la barbarie machista que ha echado raíces especialmente fuertes en la Región Caribe, y que se hace necesario erradicar como condición para hablar de una verdadera modernidad. Pero este mal seguirá latente, reproduciéndose generación tras generación, mientras no se corte su ciclo con intervenciones efectivas y ejemplarizantes de las autoridades.
Es imprescindible ponerle coto a la indefensión a la que se exponen las víctimas de esta forma de violencia, que sin duda desencadena otras. Hay que revisar el trabajo hecho hasta ahora, puesto que la estrategia debe ir más allá de seguir invitando a que la gente denuncie como si la notificación del caso resolviera la situación. Es evidente que no, y que la lentitud para emprender las investigaciones deja a los agredidos sometidos a un riesgo innecesario.
Un delito tan grave, que deja tan profundas secuelas en la sociedad, merecería mucha más prioridad y atención de la que recibe ahora. Más recursos, más especialistas, protocolos más afinados y mayor articulación entre distintas instituciones, deberían ser un objetivo inaplazable para cerrarle el paso a la violencia que se arraiga en los hogares.
Lo que hoy sucede deja una impresión de impunidad cotidiana, de indolencia, que hace muy difícil la consolidación de la paz desde su nivel más básico.