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Para tener un panorama completo de los estragos que ha causado el conflicto armado en nuestro país, no basta con contabilizar a los cientos de miles de muertos, a las innumerables familias rotas o a los millones de desplazados. Por supuesto que ellos son los símbolos supremos de la desgracia y en su condición de víctimas merecen toda la solidaridad de los colombianos y la atención de las instituciones.

Pero hay muchísimos detalles sin los cuales resulta difícil entender en profundidad el daño causado por tanta vesania, como lo ilustraba ayer un excelente reportaje de Vicente Arcieri en las páginas de este diario. En él se narraba cómo en los Montes de María, una de las zonas de la Costa más castigada por las acciones de los guerrilleros y los paramilitares, el floreciente negocio del aguacate se derrumbó, de modo que las 4.000 hectáreas del producto que sembraban los campesinos de la región en 2008 se han reducido a las insignificantes 20 actuales.

El aguacate constituía toda una industria para los habitantes de los Montes de María. En el reportaje, un labriego de La Cansona, una vereda de El Carmen de Bolívar, afirmaba de manera muy elocuente que un solo palo de aguacate le podía dejar más de un millón de pesos por cosecha.

La guerra acabó con todo. Y no hablamos solo de un negocio boyante que permitía a los moradores de la región llevar una vida desahogada. Nos referimos a algo mucho más importante, si cabe: a una forma de vida, a unos lazos con la tierra, con la naturaleza, con la comunidad, que habían regido durante décadas en torno al delicioso aguacate.

Como sucedió en muchos lugares de la geografía nacional, el conflicto dejó muchos muertos y desplazados en los Montes de María. Y también destruyó la esencia del pueblo, la que le daba su singularidad, la que condicionaba las relaciones familiares y sociales. Como una plaga bíblica, la violencia se lo llevó todo por delante.

A los muertos, desgraciadamente, nadie les podrá devolver la vida. Las víctimas que sobrevivieron tienen por delante la durísima tarea de superar los traumas profundos que les ha dejado tanta iniquidad, si es que consiguen hacerlo. Los desplazados deben tener el derecho de regresar a sus tierras, aunque la misión no se dibuja nada fácil, entre otras cosas porque muchos de ellos temen volver por temor a represalias de organizaciones criminales que aún siguen activas.

Pero está también la otra tarea: hacer que las tierras arrasadas, despobladas, sufridas, vuelvan a florecer. Que poblados remotos como La Cansona, de los que la mayoría de los colombianos no ha oído hablar, tengan, a diferencia de la estirpe de los Buendía en Cien Años de Soledad, una segunda oportunidad sobre la tierra.