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El estado de los cuerpos de agua del Atlántico es lamentable, pero sirve sin embargo como espejo sobre el cual se reflejan algunos de los principales problemas que urge resolver en materia de gestión ambiental y concientización de la población para avanzar hacia una sociedad con una aproximación mucho más amable frente sus recursos naturales, como demandan las turbulencias climáticas en los tiempos modernos en todo el planeta.

No se explica que un departamento con tales riquezas en cuanto a agua, lo cual tradicionalmente le ha conferido una vocación agrícola y piscícola a la base de actividades productivas de la que deriva su sustento la mayoría de su población rural, haya permitido el deterioro de sus ciénagas y lagunas hasta puntos quizá irreversibles, por razones que a todas luces se han podido prever, evitar o mitigar en el peor de los casos.

Es difícil no identificar el precario estado del agua atlanticense como una señal inequívoca de la falta de una actuación más contundente y mejor organizada de parte de los responsables de velar por la sostenibilidad de un ambiente sano. Pero el fracaso no le atañe únicamente a las autoridades públicas, sino a toda la sociedad civil en su conjunto, que a final de cuentas termina siendo la afectada. Además, al escudriñar en los orígenes del problema no solo aparece el abandono en el expediente, también figura la inconsciencia de personas que anteponen intereses particulares a la protección del medio ambiente en actuaciones que someten las ciénagas a presión.

Un reportaje de EL HERALDO, fundamentado en investigaciones recientes de biólogos de la Universidad del Atlántico, revela graves indicadores que dan cuenta de que las enfermedades que afectan a las ciénagas son, efectivamente, tan nocivas como parecen a simple vista.

En los últimos 30 años han perdido cerca del 60% de su extensión por invasiones. En sus cuencas hay una deforestación superior al 85%, y se ha perdido un 70% de las especies de vegetación en sus orillas. Todo esto repercute en la calidad de su agua, y en consecuencia, en su capacidad para servirles de fuente a los pescadores y campesinos.

Los estudios han encontrado contaminación con metales pesados, en algunos casos. También, altos niveles de bacterias, producto del vertimiento de aguas residuales. Por eso muchas de las ciénagas no son aptas para el cultivo de peces o camarones, y tampoco para el baño ni actividades recreativas. Especies como bocachico, mojarra y bagre han sido las más afectadas con una situación que paulatinamente está arrasando con la oferta de peces en el departamento: ya ha perdido un 35% de sus poblaciones.

Hoy, cuando el mundo más reclama de oferta de alimentos y de apostar por la autosostenibilidad, el Atlántico desaprovecha su potencial. En sus manos está todo para revertir la situación, puesto que no hay que mirar a otro lado a la hora de buscar responsables.

El panorama es dramático, y muchas de las ciénagas de hoy podrían desaparecer en los próximos 10 años si no se hace un alto. Algunas ya están secas. Es necesario un timonazo, un giro. Pero no solo en las instituciones señaladas como responsables, también en la conciencia general.