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Era cuestión de tiempo que los enfrentamientos de jóvenes bajo la lluvia en Barranquilla derivaran en muertes.

Se viene gestando una peligrosa cultura. Es necesario detenerla antes de que se salga totalmente de control; antes de que sea demasiado tarde, y no quede otro remedio más que empezar a llevar las estadísticas de las víctimas de las ‘guerras de la lluvia’.

La coyuntura obliga a hacer un serio examen de la situación. Si bien son innegables los esfuerzos que vienen liderando las autoridades para contrarrestar el fenómeno, tampoco se puede dejar de señalar que los estallidos de violencia juvenil parecen cada vez más irrefrenables cuando empieza a caer agua en ciertos puntos de la ciudad. De ello dan cuenta los últimos episodios, que no se pueden dejar pasar sin reflexión.

Con los recientes aguaceros, la olla de presión social estalló en el sur. Armados de palos, cuchillos y pistolas artesanales, grupos de pandilleros provenientes de dos barrios distintos volvieron a convertir las calles de la Ciudadela 20 de Julio en escenario de una batalla campal. A tal magnitud creció el enfrentamiento, que el sistema Transmetro se vio obligado a suspender el servicio para evitar que un proyectil entrara por una ventana y afectara a uno de sus pasajeros. Algo va mal con las fuerzas encargadas de velar por el orden si se debe recurrir a una medida preventiva de este tipo. Ya se ha señalado que tienen identificados los focos del problema; con regularidad circulan videos que muestran las zonas frecuentes de batalla. Surge la pregunta de dónde están los encargados de sofocar estas peleas y garantizar la seguridad de los otros ciudadanos, y por qué se tardan en llegar.

Mientras tanto, en el sector de Los Ángeles se enfrentaron pandillas de Los Olivos y La Pradera. Allí, Kevin Andrés Battle Becerra, un estudiante de comunicación social, intentó mediar entre ambos combos y calmar la batalla. Terminó muerto. Al joven de 19 años le dispararon y lo acuchillaron. En el pasado había formado parte de una pandilla.

Otra alarma se prende con el caso de un taxista que casi fue arrastrado por un arroyo, con dos pasajeras a bordo, por culpa de la delincuencia que se cobija con la lluvia. El hombre terminó en el agua cuando aceleró para escapar de un par de motorizados armados que intentaban romperle las ventanas.

¿En qué momento la lluvia se volvió sinónimo de crímenes? ¿Cuántos jóvenes más deben caer para hacer un alto?

Sobre la fuerza del agua que cae del cielo ya pesa el recuerdo de varias tragedias en el Atlántico. Es inadmisible que hampones pretenden ahora hacerla su refugio.

Si algo se pudiera desprender de estos tristes sucesos, ojalá fuera una lección, una advertencia que conmoviera y movilizara a la sociedad barranquillera. La lluvia solía ser motivo de felicidad, manto para juegos infantiles. Hay que redoblar los esfuerzos desde todos los frentes para que no se convierta en una alarma que despierte temor en las familias.