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Aunque con el tiempo y las olas se alejan cada vez más de la mirada de los turistas, los dos pedazos del muelle de Puerto Colombia que quedaron aislados en el mar todavía se mantienen en pie. Esas ruinas, normalmente inalcanzables para el ojo humano, no ceden todavía ante el agua y el abandono. Pero más que un mensaje de resistencia, lo que se puede leer en la decrepitud de su corroída estructura es un llamado de emergencia.

Aunque varias veces desde distintas instancias gubernamentales se ha manifestado la intención de recuperar el muelle, es difícil encontrar algunas de esas palabras que no hayan acabado disipándose con la brisa y se hayan materializado en acciones concretas.

Al muelle se le puede seguir considerando un desplazado hoy. Ya lo era desde mucho antes de 2009, cuando una primera arremetida de las olas lo partió en dos y dio inicio a su incontenible debacle. En ese momento, al empezar a desmoronarse, volvió temporalmente al centro de los reflectores y la discusión pública, luego de pasar años confinado al último vagón de las prioridades, administración tras administración. Su valor arquitectónico e histórico, como pieza crucial en el desarrollo de Barranquilla y la Región Caribe, congregó voces que expresaron su interés y preocupación desde todas las latitudes. Sonaron entonces varias propuestas de multimillonarios salvavidas para el que en su momento fue el muelle más largo del mundo, todas las cuales terminaron enfrentando el mismo destino que el rumor del oleaje.

Adiós a 10 metros más del muelle, fue el titular en la portada de EL HERALDO el domingo 4 de enero de 2015. La gota de agua perfora la roca, no por su fuerza sino por su constancia, dice el refrán. En este caso, el tiempo de las olas demostró ser diferente al de la gestión pública: fue más eficiente la desidia y la naturaleza en su labor de tumbar el muelle, que las iniciativas comerciales y proyectos de recuperación en concretarse.

Y cuando un nuevo pedazo se fue al fondo del mar, volvieron a salir a flote esos anuncios que no han logrado hacer el tránsito exitoso de la intención a la acción. Llegaron acompañados de indignación en redes sociales. Pasaría poco tiempo hasta que otro escándalo, otro problema de orden nacional, le robara la atención al viejo muelle y lo desplazara una vez más al fondo de las prioridades.

Allí ha permanecido desde entonces, y no parece haberse movido de lugar con el cambio de administraciones. El único faro en su panorama sigue siendo el compromiso, ahora más realista, de recuperar sus primeros 200 metros, la entrada de la parte que todavía sigue conectada a la orilla de la playa. Es lo mínimo que reclaman los caseteros de la zona, pues los turistas siguen llegando, así sea por gotas. Y es justo considerar que es lo mínimo que merece un monumento de tal importancia.

Al muelle de Puerto Colombia no le caben más aplazamientos.

Hace falta un dron ahora para ver esos pedazos alejados que, según los últimos anuncios, se perderán en el mar. Se convirtieron en islas ruinosas ancladas en el olvido.

Aunque le recuerdan a quien lo mira que el reloj sigue corriendo, y nada pasa. Recuerden que las intervenciones son urgentes desde hace rato, y son la prueba de lo que pasa si no se realizan.

Igual que las aguas turbias que lo muerden sin cesar desde abajo, aún no se despeja con total claridad la viabilidad de las supuestas fuentes de financiación de una eventual obra.

Las olas saladas y la brisa enfurecida siguen sacudiendo los vestigios de esa estructura que, aún en su desgracia, conserva su valor como símbolo del brillo que tuvo en otra época la ciudad que empezaba a ganarse el título de ‘La puerta de oro de Colombia’. Siguen allí las bases de esa casucha a la que barcos llegaban a registrarse, y décadas después, familias enteras arribaban a retratarse. Tanta es su fuerza que aún no se ha dejado tumbar. Quizá todavía no se ha perdido del todo, quizá podría volver a brillar.