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Son sumamente graves los señalamientos de supuesto acoso laboral y sexual que pesan hoy sobre el defensor del pueblo, Jorge Armando Otálora.

Pese a las evidencias que se han hecho públicas, no dejan de ser señalamientos y acusaciones que deberán ser confirmados, pero lo que se espera de la entidad encargada de velar por la promoción, el ejercicio y la divulgación de los derechos humanos es que no haya espacio para dudas o reproches acerca de las cualidades éticas de las personas que están al frente. Se trata, a todas luces, de un organismo que cumple una función determinante para una democracia en construcción como la de Colombia. Así, la transparencia, el respeto y la honestidad son condiciones sine qua non para su correcto funcionamiento.

Lo más inconveniente del escándalo que se ha suscitado es que, en su empeño de defenderse ante la opinión pública, el defensor enreda cada vez más la madeja que pone en entredicho no solo sus actuaciones, sino también las de la institución que representa. Es innegable que su trato con su secretaria privada, la abogada Astrid Cristancho, estaba mediado por una relación de poder. De nada sirve ahora seguir sacando a la luz conversaciones y darle rasgos de melodrama a una situación tan complicada en un tema tan delicado. A diario, cientos de mujeres en todo el país siguen perdiendo la batalla contra diversas manifestaciones de machismo, unas más violentas que otras. Y hace mucho daño a la sociedad ver a la cabeza de la Defensoría intentando desestimar una denuncia y socavar la credibilidad de una presunta víctima.

Más allá de si sus argumentos sean o no convincentes, Otálora se debe ir para no perjudicar más a las instituciones. No es la opinión pública el tribunal para juzgar las actuaciones del funcionario. Por más indignación que despierte, la situación en la que está envuelto debe ser esclarecida en las instancias pertinentes. Y el primero en entender esto debe ser el Defensor. Aunque su caso se haya ventilado a través de los medios de comunicación, no puede seguir ejerciendo su defensa mediante los micrófonos y cámaras.

Los sectores políticos que respaldaron la elección de Otálora en 2012 le han retirado su apoyo, y públicamente le han pedido hacerse a un lado. Es comprensible y respetable su intención de limpiar su nombre, pero aferrarse a su cargo y a la posición de privilegio que esta supone no ayuda.

Lo importante aquí no es si la relación fue o no consentida. La exfuncionaria lo denunció además por amenazas; y hay más procesos por supuesto maltrato y acoso en la Defensoría. Algo de tal escala debe concentrar todos los esfuerzos del Estado para que se establezcan responsabilidades, si las hubo, y no dejar lugar a impunidad.

El mejor mensaje que podría enviar Otálora es de confianza en aquellos llamados a seguir la investigación. Eso sería promover el ejercicio de los derechos, tanto el suyo para defenderse como el de su exsecretaria como víctima que espera que su proceso se surta adecuadamente.