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Todo quedó acordado en La Habana. Sentados a una mesa, el Gobierno colombiano y la guerrilla de las Farc lograron deponer las diferencias que han mantenido al país en pie de guerra por más de 50 años y alcanzaron un Acuerdo Final que pone al país más cerca que nunca de cerrar la página más larga y dolorosa de su historia.

Es un paso histórico, que puede tener una repercusión sin precedentes en la posibilidad de transformar el Estado y superar de una vez por todas el lastre de la violencia de origen político. Nunca antes se había estado tan cerca de terminar el conflicto interno más largo del hemisferio, cuyas víctimas se cuentan por millones sumando a muertos en acciones, desaparecidos, secuestrados, mutilados por minas, extorsionados y desplazados.

Es comprensible que desde distintos sectores se mantengan fuertes reservas frente a la inclusión en la sociedad civil de un grupo alzado en armas que tanto daño le ha hecho al país. Además, como bien aciertan en señalar los precavidos, será necesario poner en marcha un conjunto de medidas sociales, políticas y económicas a todos los niveles del territorio para que la terminación del conflicto se afiance como una verdadera paz. En un día como hoy, es importante tener conciencia de que la paz no es un mero documento que firman dos viejos rivales, sino una construcción que demanda el compromiso de toda una sociedad que se ha visto afectada por el enfrentamiento.

El innegable daño que han provocado las Farc es, quizá, el más potente de los argumentos para apoyar lo conseguido en La Habana. Durante décadas, la guerrilla no cejó en su brutal actividad a pesar de duros golpes propinados por el Ejército. Demostró que podía seguir atacando y atascando el desarrollo colombiano, incluso aunque estuviera debilitada.

El diálogo, muy tortuoso por cierto, ha facilitado por fin la salida del largo túnel. Si bien las Farc han establecido demandas que suscitan críticas de numerosos ciudadanos, sus integrantes se han comprometido a abandonar las filas de la violencia y el crimen para incorporarse a la civilidad. Las concesiones que habrá que hacer –los “sapos” de los que hablaba el presidente Santos– palidecen si se ponen en una balanza frente a todo el dolor que ha sembrado la guerra en miles de familias.

Hay, por supuesto, grandes retos por delante. El punto de participación política, aprobado en la víspera del anuncio del Acuerdo Final, era uno de los que más preguntas mantenía en el ambiente; el Gobierno debe apresurarse a responderlas con claridad.

Finalmente, se les han garantizado a los guerrilleros curules en el Congreso. Pero tendrán que participar por ellas, y esto será un buen termómetro para ver su poder real de convocatoria y su representatividad. Los guerrilleros se han comprometido a dejar el narcotráfico. Habrá que estar vigilantes de que cumplan, porque ya no habrá parapeto ideológico para seguir en esta actividad y serían vistos como delincuentes comunes.

Otros aspectos que esperan claridades comprenden la financiación del posconflicto, en un entorno económico complicado. Más allá de los beneficios evidentes de un país en paz, hay inquietud sobre los recursos que se requerirán para el nuevo sistema judicial que se ha pactado, la reparación de las víctimas, la verificación en zonas veredales y la reintegración de excombatientes.

En cualquier caso, ahora viene una nueva etapa. Aparece en el horizonte el plebiscito. Será tarea del Gobierno convencer a los escépticos de que, más allá de los costos, acabar la guerra vale la pena. Aunque todo esté acordado, los colombianos tendrán la última palabra.