Si en algo coinciden las encuestas que aparecen sistemáticamente en los medios de comunicación es en que reflejan el creciente desprestigio de los partidos políticos. Una y otra vez, estos aparecen de coleros en las listas de valoración de las instituciones, sin que hasta el momento se haya abierto un debate serio sobre las consecuencias que ello puede tener para la democracia.
El aluvión de candidaturas por firmas para las elecciones presidenciales del año próximo ha abierto un debate sobre este espinoso asunto. Sin embargo, la discusión se está centrando más en los personajes que han optado por recurrir a la candidatura por firmas que en el fenómeno de fondo que subyace a dicha ‘moda’. Y que no es otro que la crisis aguda de los partidos.
Vivimos unos tiempos viscosos en los que el ‘viejo orden’ democrático (por llamar de un modo al sistema representativo de partidos entroncado con la tradición europea) se encuentra sometido a fuertes tensiones.
Aventureros populistas y movimientos que abogan por una utópica democracia directa, extensible a todos los aspectos de la vida en comunidad, son, quizá, los principales cruzados contra ese ‘viejo orden’. Pero lo que estamos viendo con preocupación en esta campaña electoral colombiana es que ese papel de renegados del sistema de partidos lo están asumiendo, en la mayoría de los casos, personas que se podrían considerar del ‘establishment’ y que han construido sus carreras políticas en el seno de organizaciones tradicionales.
Lo que sucede es que la crisis general de representatividad de los partidos se agrava en nuestro país con una crisis propia, particular, producto primordialmente de una corrupción que ha alcanzado dimensiones extraordinarias.
Para tratar con rigor este problema no basta con criticar a quienes han decidido, por razones estratégicas o tácticas, apartarse de sus partidos y buscar la candidatura por firmas. También hay que pedirles explicaciones a quienes proclaman con grandilocuente solemnidad que ellos sí se presentan por su partido, como si lo que se dirimiera fuese un mero asunto de lealtad a unas siglas. Unos y otros están en la obligación de explicar con claridad a los ciudadanos por qué unas organizaciones esenciales para la democracia representativa se encuentran hundidas en el descrédito.
Basta con leer a pensadores políticos como Duverger o Sartori para entender la importancia de los partidos para el desarrollo de la democracia. Y, de momento, no ha surgido un sustituto mejor. Pero, en vez de salvarlos de la crisis, parecemos empecinados en llevarlos al abismo.