Estados Unidos acaba de sufrir la mayor matanza con arma de fuego de su historia. Un jubilado de 64 años, Stephen Paddock, apostado en el piso 32 de un hotel en Las Vegas, disparó sobre la muchedumbre que asistía a un concierto, con el resultado de al menos 59 muertos y 527 heridos.
Con su locura criminal, Paddock rompió el macabro récord que ostentaba desde hacía poco menos de 16 meses Omar Mir Seddique Mateen, un estadounidense de padres afganos que irrumpió en un club nocturno de Orlando (Florida) y asesinó con un fusil automático a 49 personas.
Entre una y otra masacre, han muerto en el país 585 personas y 2.156 han resultado heridas en 521 ataques masivos con arma de fuego, entendiéndose como tales los que provocan la muerte de al menos cuatro víctimas.
Mientras en Europa la inmensa mayoría de las matanzas colectivas son resultado de la acción del terrorismo internacional, en EEUU se han convertido en parte del paisaje las carnicerías cometidas por ciudadanos del propio país. Personas trastornadas o llenas de rencor que, gracias a la permisiva legislación existente, han accedido con facilidad a un arma, cuando no a todo un arsenal, para cometer su crimen.
Como sucede cada vez que se produce una tragedia de estas características, el Congreso estadounidense exhibió ayer la bandera a media asta en señal de duelo. Y, como de costumbre, lo más probable es que, más allá de esa manifestación de solidaridad, los legisladores no hagan nada para dificultar el acceso a armas de fuego en un país donde estas se compran casi como si fuesen dulces.
En Estados Unidos hay hoy más armas que ciudadanos, y todos los intentos que se han realizado para detener esta espiral armamentista civil se ha estrellado con la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés), poderoso ‘lobby’ con enorme influencia en el Capitolio. La NRA no solo mueve miles de millones de dólares, sino que cuenta con un argumento legal que le ha valido hasta ahora para doblegar a los ‘molestos’ pacifistas: una enmienda constitucional de 1791 que faculta al “pueblo a poseer y portar armas”. Poco importa que EEUU no es hoy el de hace 226 años. Ahí sigue la Segunda Enmienda, vivita y coleando, y permitiendo que las armas circulen en el país como galletas.
Por supuesto que el problema no se resuelve solo dificultando la venta de armas. Es natural que el fenómeno de las matanzas masivas responde a complejidades psíquicas o sociales que merecerían una reflexión de fondo. Pero, sin duda, restringir el acceso a las armas sería un paso trascendental.