Sin bombos ni titulares, casi en susurros, el mundo recuerda por estos días el primer centenario de la Revolución Rusa.
Este levantamiento popular en contra de la autocracia zarista, de sus desmanes, de su decadencia y de su desastre social, dejó una huella imborrable en la historia de la humanidad, cuyas principales consecuencias aún perviven en el día a día de cientos de millones de personas de todo el planeta.
La consolidación del régimen soviético produjo, directa o indirectamente, hechos como la derrota de Alemania en la Segunda Guerra Mundial, la forzosa reorganización geopolítica de Europa, el aumento demencial del arsenal atómico, la Guerra Fría, la intervención sistemática de las potencias antagonistas en innumerables países, la aparición de Cuba como un actor mundial indiscutible, los levantamientos armados de América Latina, la legitimización moral e ideológica de la Revolución China, la aceleración de la carrera espacial, la Guerra de Vietnam, la construcción del Muro de Berlín, el aumento desmedido en el consumo de vodka en los países del lado este de la Cortina de Hierro, el millonario tráfico ilegal de martas, el recrudecimiento del problema palestino. La enumeración puede seguir hasta copar por completo volúmenes enteros de historia contemporánea.
Pero el surgimiento y caída del penúltimo de los imperios conocidos dejó también una lección que el mundo aún no termina de asimilar, ya que ha sido corto el tiempo transcurrido: la utopía comunista resistió los cinco años que pasaron entre la ocupación bolchevique de la entonces llamada San Petersburgo y la proclamación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Lo demás fue un lento pero inexorable camino hacia el fracaso. Un fracaso que en un comienzo se encubrió con deslumbrantes exhibiciones de poderío en todos los campos –militar, deportivo, científico, cultural, etcétera– pero que al final se manifestó en toda su trágica dimensión, cuando la caída del régimen soviético y sus satélites sacó a la luz la crueldad y la degradación del sistema.
Abrumado por la realidad, el régimen que comenzó con la Revolución de Octubre de 1917 acabó colapsando 74 años después, con el estrépito de los gigantes que se caen de bruces. Era un sistema imposible de sostener, basado en la restricción explícita de las libertades individuales, la desconexión casi total de las dinámicas mundiales y la desidia de una élite burocrática que se regodeaba en las perversiones propias del poder que no se discute y ni se disputa.
Paradójicamente, la existencia del bloque soviético y la consecuente Guerra Fría contribuyeron a apuntalar el Estado de Bienestar de Europa Occidental, ya que sus dirigentes políticos y empresariales intentaban contrarrestar de ese modo los cantos de sirena procedentes del otro lado del Telón de Acero. Fue un ‘efecto colateral’ de un régimen comunista que resultó nefasto para los que tuvieron que soportarlo.
Es por eso que, mientras caen las primeras nieves del duro invierno moscovita, pocas personas añoran los tiempos de la inspiración de Lenin, de la ‘revolución permanente’ de Trotsky, de la atrocidad de Stalin, de la testarudez de Kruschev, de la soberbia de Brezhnev.
El mundo y la vida siguen su curso, y no hay justicia en conmemorar un proyecto que apelaba a los más nobles sentimientos de solidaridad e igualdad, pero que llevaba en sus entrañas un formidable monstruo del que alertó con clarividencia George Orwell en Rebelión en la granja. Una novela imprescindible para inmunizarnos contra las tentaciones totalitarias, sobre todo las que se presentan bajo emotivos discursos.