En la transitada vía que une Barranquilla y Ciénaga, a la altura de la isla Salamanca, hay un pueblo que nos recuerda tercamente con su presencia la miseria y el abandono en que se encuentran numerosas comunidades en nuestro país.

El pueblo se llama Tasajera. Es uno de los ocho corregimientos de Pueblo Viejo, municipio magdalenense de unos 10.000 habitantes que vive –o, para ser más precisos, subsiste– de la pesca artesanal y del rudimentario comercio informal que se arma en torno al tráfico vehicular en la Troncal del Caribe.

La desoladora imagen de Tasajera –con sus extensos muladares, sus casuchas de madera, sus calles de tierra, sus niños famélicos– forma desde hace décadas parte del paisaje para los conductores que transitan por la carretera. Seguramente la mayoría ya ni se inmuta cuando observa por la ventanilla ese espectáculo que debería avergonzarnos como sociedad.

Por supuesto que Tasajera no es el único poblado colombiano que se encuentra en tales condiciones de pobreza. Pero ciertas condiciones particulares –se encuentra en un entorno de enorme atractivo ecológico y turístico y a orillas de una vía de conexión muy importante– hacen del corregimiento magdalenense una especie de símbolo de la incuria y el abandono, por el brutal contraste entre lo que podría ser y lo que es.

¿Qué tienen que decir sobre la dramática realidad de Tasajera los sucesivos Gobiernos nacionales, gobernadores del Magdalena, alcaldes de Pueblo Viejo, congresistas y todos los que, de un modo u otro, tienen responsabilidad en el estado de postración en que se halla esta población? ¿No sienten al menos un poco de vergüenza por no haber hecho nada para sacar a esos compatriotas del agujero en que sobreviven? ¿Dónde han ido a parar los recursos presupuestarios, por mínimos que sean, destinados durante años a Tasajera?

El corregimiento carece de alcantarillado y servicio de agua corriente. Los moradores que pueden compran el agua a camiones-cisterna, que hacen su agosto a costa de la necesidad de sus clientes. Una cancha de fútbol en medio de un peladero, a unos metros de las casuchas de madera, es la única obra construida en los últimos 14 años, cuando se pavimentó la calle ‘principal’.

Esperamos que las autoridades –las actuales y las que les antecedieron en el cargo– intenten explicar cómo han conseguido condenar a Tasajera a tan infausta suerte. Y, lo más importante, confiamos en que, más allá de su drama singular, Tasajera sea entendida como símbolo de una realidad que no podemos seguir admitiendo como país.