El traslado, la noche del jueves, de ‘Jesús Santrich’ a una fundación del Episcopado ha desatado una comprensible polémica.

Muchos ciudadanos no entienden por qué el dirigente de la Farc, quien se encuentra detenido a la espera de que la justicia decida sobre una petición de extradición de EEUU, ha recibido este trato sin duda excepcional.

‘Santrich’, quien sostiene que la acusación en su contra es fruto de un montaje, mantiene desde hace 32 días una huelga de hambre, dispuesto, según ha afirmado, a morir, a menos que Colombia deniegue su extradición. El deterioro de su salud obligó días atrás a trasladarlo desde la cárcel La Picota a un hospital, de donde el jueves lo condujeron a su actual destino.

El director general del Inpec sostiene que autorizó el traslado tras recibir una petición humanitaria del jefe de la Misión de Verificación de la ONU y del representante de la Conferencia Episcopal. Dijo que, antes de proceder, recibió la aprobación de la Fiscalía. Esta señala que se limitó a transmitir al Inpec que decidiera lo que considerase oportuno, de acuerdo con lo que establece la ley.

Más allá de las disquisiciones legales –o leguleyas– que puedan rodear el traslado, lo cierto es que estamos ante una decisión cuanto menos llamativa, porque supone un trato especial a un preso.

‘Santrich’ es acusado por EEUU de tráfico de droga cometido tras la firma del Acuerdo de Paz, con lo cual quedaría excluido de los beneficios de la JEP y su suerte pasaría a manos de la justicia ordinaria. Si la competencia judicial en su caso es ya motivo de enredo, la situación creada por el traslado complica más el escenario.

De acuerdo con la ley, el Estado es el responsable último de preservar la integridad de la población reclusa. Si un preso decide de modo voluntario realizar una huelga de hambre, las autoridades deben hacer el máximo esfuerzo por impedir que dicha acción le cause daños irreversibles, ya sea proporcionándole cuidados en la prisión o, si la situación lo exige, trasladándolo a un centro hospitalario hasta que se supere el riesgo. Pero eso de llevarlo a una sede del Episcopado, y con la ONU de por medio, requiere explicaciones –incluso de esas dos instituciones– más convincentes de las que se han dado.

Sin pretender establecer comparaciones, el caso de ‘Santrich’ es tan sorprendente como el de Enilce López, ‘La Gata’, quien cumple una condena de 40 años en su domicilio, porque, al parecer, no hay cárcel ni hospital preparados para atender sus afecciones.

Los tratos especiales no son aleccionadores en una sociedad tan necesitada de buenos ejemplos.