Barranquilla ostenta el poco honroso cuarto lugar entre las capitales con más homicidios del país, tan solo por debajo de Cali, Bogotá y Medellín. Todos los días las páginas judiciales registran casos de personas asesinadas en diversos sectores de la ciudad, sin que las cifras presenten disminuciones significativas en comparación con los años anteriores.

Las motivaciones oscilan entre los crímenes pasionales, las riñas callejeras y los ajustes de cuentas entre miembros de grupos delincuenciales.

Con razón, la preocupación de la ciudadanía va en aumento, ya que lo que hasta hace pocos años era reconocido como un territorio pacífico se ha venido convirtiendo en un ejemplo más de la intolerancia que parece haberse tomado a Colombia.

Pero, a la tragedia de los asesinados se les han sumado los métodos terribles de ejecución usados por las bandas del narcotráfico para escarmentar, por medio del terror, a quienes se atrevan a convertirse en sus obstáculos. La más reciente víctima del salvajismo fue un hombre sin identificar, cuyo cadáver desmembrado fue encontrado hace un par de días en el barrio La Bendición de Dios.

En los últimos siete años, en Barranquilla se han presentado 20 casos de descuartizamientos; esta escandalosa cifra demuestra cómo los criminales han venido exhibiendo las peores maneras del desprecio por la vida y la dignidad humana, imitando las peores olas del terror de las bandas narcotraficantes mexicanas.

Como solemos insistir en esta tribuna, la violencia, y sus más terribles manifestaciones, no se producen ni se sustentan a sí mismas como excepciones anómalas de una sociedad en general virtuosa. Es preciso, entonces, complementar la acción punitiva de la justicia con planes a largo plazo que se enfoquen en descubrir, en las entrañas más profundas de nuestra ciudad, no solo las razones que conducen a los ciudadanos por los caminos del crimen, sino también cuál es el lugar humano en el cual es posible justificar la tortura, la mutilación, el linchamiento y la decapitación.

No es aceptable, con ningún argumento de por medio, tolerar que en Barranquilla se instale la cultura de la muerte y la indolencia. Porque no podemos convertirnos, ni en los perpetradores del horror, ni en los espectadores despreocupados que no entienden nada y que esquivan la realidad mientras esperan que otros asuman la responsabilidad de enfrentarse con una realidad que a todos nos compete.

Entender los fenómenos criminales y sus métodos, perseguir sin tregua a sus protagonistas y prevenir que se multiplique la atrocidad, son las tareas que, no solo las autoridades sino todos los barranquilleros, debemos emprender sin dilaciones. Habrá que hacerlo de inmediato, porque en juego está el futuro de nuestra ciudad y de las generaciones que la habitarán.