Crueldad, barbarie, atrocidad, monstruosidad, salvajismo, brutalidad. Los adjetivos se agotan cuando nos enfrentamos a hechos como los ocurridos el pasado fin de semana en Santa Marta y Barranquilla, ambos vergonzosos ejemplos de cómo una multitud decide, en contra de la Ley y de las más elementales normas de una sociedad civilizada, hacer justicia por mano propia.
Luego de sostener una discusión con un grupo de alquiladores de bicicletas acuáticas acerca del tiempo contratado para usar el vehículo recreativo, un turista que visitaba el popular balneario de El Rodadero fue agredido brutalmente por varios de los energúmenos comerciantes, quienes estaban dispuestos a castigarlo hasta la muerte. La víctima salvó su vida refugiándose en un hotel de la zona.
El presunto agresor de una joven en el barrio Villa Carolina de Barranquilla fue ejecutado por una muchedumbre de vecinos que, con piedras, palos y patadas, vengaron el supuesto delito como si fueran ellos, y no las autoridades, los fiscales, jueces y verdugos encargados de los escarmientos a los infractores de le Ley.
Estos espeluznantes episodios son apenas una muestra de la descomposición moral que carcome a sectores de nuestra sociedad y que se sustenta en la creciente confrontación de amplios grupos de la población con las instituciones legítimas, las cuales se han convertido para ellos en un enemigo declarado.
Las escasas herramientas de disuasión de la Policía en los casos de linchamiento, la poca eficacia de los organismos de investigación para identificar y procesar a los perpetradores, y la insuficiente acción institucional que contribuya a erradicar la idea de que los procedimientos judiciales están hechos para pasárselos por la faja, son el caldo de cultivo para que en nuestras ciudades y pueblos afloren incidentes regidos por la ignominiosa ley de la turba.
En ningún caso y bajo ninguna circunstancia, ni las autoridades, ni la sociedad pueden tolerar el linchamiento, ni en Santa Marta, ni en Barranquilla, ni en ninguna parte; ni por una discusión comercial, ni para castigar a un delincuente, ni por ningún otro motivo. Porque cuando dejamos pasar estos casos, limitándonos a registrarlos como si fuesen normales o deseables, estamos ayudando a legitimar las conductas miserables de los violentos que se creen por encima de las más elementales normas de convivencia.
Estos dos episodios, al igual que los anteriores y los que pueden ocurrir en el futuro, deben ser investigados hasta las últimas consecuencias, y sus responsables deben ser juzgados y condenados con celeridad y sin titubeos.
Es nuestro deber desterrar para siempre a la barbarie, a la justicia por mano propia, a los linchamientos, a la ley de la turba.