Casi no pasa día sin que nos despertemos con la noticia de que algún individuo acusado de graves delitos quede en libertad por vencimiento de términos. Es decir, que salga de su encarcelamiento preventivo porque, por una u otra razón, expiraron los plazos que estipula la ley para juzgarlo.
Dos ejemplos recientes de esta alarmante situación son los de Franklin Javier González Luna, alias Malembe, y Wilmer Alvarado Masías, alias Billete, dos peligrosos delincuentes con amplio prontuario a sus espaldas. El primero es el jefe de la banda criminal ‘los Papalópez’, que impone su ley del terror en el suroriente de Barranquilla; el otro es cabecilla de ‘Los Rastrojos Costeños’, que tiene su centro de operaciones en el barrio Rebolo.
La libertad por vencimiento de términos es un beneficio penitenciario que establecieron en su momento los legisladores para proteger a los procesados frente a dilaciones abusivas de la justicia. Sin embargo, una cosa es el loable espíritu que animó la ley, y otra, muy distinta, es la deriva inquietante que ha tomado su aplicación en muchos casos.
No vamos a entrar en una disección legalista sobre los motivos que llevaron a la liberación de los dos citados delincuentes. Sea por las artimañas de la defensa, por la venalidad de algún togado, por la enfermedad de un testigo, por la acumulación de expedientes en los despachos judiciales, el hecho es que el beneficio de la libertad por vencimiento de términos, que debería concederse solo en circunstancias extraordinarias, se ha convertido en plato de cada día.
La preocupación de la sociedad –sobre todo en los sectores donde estos delincuentes ejercen su dominio– es naturalmente comprensible. Si ya estamos viendo cómo los jefes de bandas criminales siguen manejando sus negocios desde las prisiones donde se hallan recluidos, qué no harán cuando se pasean como Pedro por su casa por la ciudad gracias a que expiraron los tiempos para el juicio.
Las autoridades judiciales deben poner coto a esta situación. Sancionando severamente a los jueces en el caso de que la liberación del preso haya obedecido a fallos procesales o, peor aún, a actos de deshonestidad. O reforzando los despachos judiciales, si el problema es que no dan abasto para atender con mínima diligencia las causas.
Lo que no pueden es permanecer cruzadas de brazos, como si el problema no les concerniera. Insistimos: nada tenemos contra la existencia del beneficio penitenciario. Lo intolerable es que la desidia, la incompetencia, la trampa, la corrupción o la falta de recursos estén alentando su uso, en detrimento de la seguridad ciudadana.