Cuando se dieron a conocer, hace casi un año, los resultados de la Consulta Anticorrupción, la sensación fue agridulce. Por una parte, la iniciativa no alcanzó el umbral necesario para convertirse en norma de obligatorio cumplimiento; pero, a la vez, el hecho de que un poco menos de 12 millones de personas hubieran votado a favor del paquete de medidas que pretendían ser las herramientas para darle dientes a la lucha contra este flagelo, generó un clima optimista que, incluso, contagió al recientemente posesionado presidente Duque, quien prometió trabajar para que el Congreso aprobara sus 7 puntos.
Pero, los temores de los pesimistas terminaron convirtiéndose en realidad: por razones procedimentales, el paquete de medidas naufragó en el Parlamento, en medio de una serie de episodios que generaron más preocupación que sorpresa.
Al continuo aplazamiento de los debates y el medio centenar de impedimentos se sumaron los extraños acontecimientos de los últimos días alrededor de la figura del conciliador de la Cámara de Representantes, que terminó no siendo el que todo el mundo creía, y cuya notificación oficial llegó apenas horas antes de que finalizara el plazo para llevar a cabo el último de los procedimientos incluidos en el reglamento: conciliar los desacuerdos entre ambas cámaras a través de los voceros designados para tal fin.
La tremenda confusión sobre quién era la persona designada por la cámara baja para esta labor fue la estocada final a un proyecto concebido con muy buenas intenciones, pero cuya concreción se fue diluyendo ante los ojos de la opinión pública, sin que nadie, salvo sus defensores de siempre, pareciera interesado en sacarlo adelante.
El mensaje de la clase política sobre su voluntad de reformarse a sí misma para garantizar con ello una renovación en las costumbres que han permitido que Colombia sea uno de los países más corruptos del mundo es, como hemos dicho, preocupante. Pero, además implica el desconocimiento de la voluntad de un significativo número de ciudadanos que se manifestaron a favor de que el Estado se comprometiera con hechos para erradicar el que quizás es el mayor de nuestros problemas.
El país demanda con urgencia que los poderes públicos dejen de usar la retórica para ganar votos o subir en las encuestas mientras que en la práctica continúan mirando hacia otra parte cuando llega la hora de las decisiones.
La corrupción no puede seguir siendo el principal de nuestros rasgos como país. Debemos cesar de naturalizarla, como si cambiarla por la ética pública y la transparencia fuera un desafío inalcanzable. Para lograr un país libre de corrupción, no solo basta con que la ciudadanía se pronuncie masivamente en las urnas; hace falta que quienes ocupan los más altos cargos en el Estado manifiesten con claridad de qué lado están.