Es difícil calcular cuánta mezquindad encierra el corazón de quien revela el diagnostico de una persona COVID positiva con la única intención de ponerla en la picota pública.
La COVID-19 es una prueba de fuego para nuestra sociedad, de la que muchos no están saliendo muy bien librados. En medio de esta emergencia sanitaria de alcance global, que no conoce edad, condición socioeconómica o nacionalidad, lamentablemente se revelan cada vez más casos de personas diagnosticadas con el virus que afrontan, además de los padecimientos de la enfermedad en su organismo y en su salud mental, el rechazo social de vecinos, amigos y hasta familiares, e incluso agresiones contra su integridad física, la de sus seres queridos y lugares de residencia. Descomunales demostraciones de una carencia absoluta de humanidad que deben cesar de manera inmediata.
Hoy las redes sociales fungen como una versión moderna del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, al revelar la identidad de mujeres y hombres honestos, trabajadores, madres y padres de familia, hijos y hermanos, que de un momento a otro, luego de haber resultado contagiados de coronavirus, se convierten en lo más parecido a ‘herejes’, y empiezan a ser objeto de todo tipo de insidiosos comentarios y absurdos señalamientos, que en ocasiones terminan desencadenando repudiables ataques con piedras a sus hogares. La Policía puede dar cuenta de esta situación en Barranquilla y el Atlántico.
Es difícil calcular cuánta mezquindad encierra el corazón de quien revela el diagnostico de una persona COVID positiva con la única intención de ponerla en la picota pública y sentarse a esperar cuál será el resultado de su despropósito. ¿Qué es lo que empuja a alguien a irrespetar el derecho a la privacidad y confidencialidad de quienes están siendo afectados por un contagio, se encuentran buscando atención médica o están siendo parte de una investigación de contactos? Estar infectado de coronavirus, como lo han estado o lo están más de 4 millones 400 mil personas en el mundo, no supone estar inmerso en un hecho criminal o en una conducta delictiva que hay que denunciar. Esta es la vida real, lo que a diario se está experimentando en todo el planeta, en el que millones de profesionales del sector de la salud están empeñados en una carrera contrarreloj para intentar salvar vidas.
Abruma comprobar que buena parte de los que se indignan por la discriminación que padecen médicos y enfermeros, y reclaman solidaridad por su labor en la primera línea de atención contra el virus, son los mismos que terminan pisoteando la dignidad de los pacientes y sus familias, inevitablemente impactadas por estos deplorables episodios de abusos y maltratos que afectan su salud mental y emocional. Una injusticia que resulta más cruel y despiadada con los menores de edad y adultos mayores, que son considerados grupos de riesgo en esta crisis de salud pública. La perversa puesta en escena, de quienes pretenden dañar a terceros con sus desconsiderados y temerarios testimonios, siempre podrá ir a más cuando vinculan a colectivos sociales y empresas públicas y privadas poniendo en riesgo la estabilidad laboral de quienes forman parte de estas entidades.
Esta estigmatización social, promovida desde el odio, el resentimiento, el desconocimiento y hasta intereses particulares, es tan peligrosa que podría afectar la atención médica que una persona enferma pueda requerir, y si ella guarda silencio, por temor al qué dirán, su salud, y la de las personas de su entorno personal y profesional puede estar en riesgo. Cada quien es dueño de sus miedos, ansiedades y angustias, pero esto no los faculta a tener patente de corso para pasar por encima de los derechos humanos de los contagiados de COVID-19. Culparlos y avergonzarlos ante los demás propicia situaciones de preocupante hostilidad, que se pueden salir de control. La mejor respuesta frente a estos ultrajes es la unidad de toda la sociedad que, en un esfuerzo individual y colectivo, debe actuar con celeridad estableciendo cercos de empatía, compasión y mucha información veraz y oportuna para evitar que los infundios sigan extendiéndose en cualquier parte. Solo así será posible parar en seco los estigmas y promover la resiliencia que los pacientes demandan. Es un imperativo moral y ético al que no se puede renunciar, aunque cueste y mucho.
Todos tenemos hoy el mismo riesgo de contagiar y ser contagiados, así que es infame generar dificultades en vez de asumir las responsabilidades que nos corresponden en esta coyuntura, en la que nadie debería sentirse aislado y mucho menos abandonado. Basta ya de tantos prejuicios canallas.