Ansiedad y encierro. Muchas personas resumen así su extenso período de cuarentena que acaba de superar la barrera sicológica de los 100 días. Pensemos en una gran cantidad de adultos mayores que siguen confinados; niños que no volvieron a sus escuelas, ni lo harán en el resto del año; personas con enfermedades de base que han permanecido estrictamente guardadas en sus hogares para evitar cualquier riesgo de contagio que podría ser letal, y ciudadanos que decidieron, por voluntad propia, no exponerse y hoy enfrentan el llamado “síndrome de la Cabaña”. Temerosos de lo que pueda pasar, ya no quieren salir de sus casas, aunque se los permitan.

El coronavirus provocó una realidad desconocida en la vida de miles de millones de personas de todo el planeta que, en medio de la incertidumbre y el desconcierto, debieron de la noche a la mañana empezar a encajar sus devastadoras consecuencias sanitarias, sociales y económicas. Sin manual de respuesta, el confinamiento se convirtió en una salida pertinente para evitar una catástrofe de salud aún mayor de la que hoy se vive por cuenta de la expansión del contagio. En Colombia, la nueva realidad se instaló bajo el nombre de Aislamiento Preventivo Obligatorio, a partir del 25 de marzo de 2020.

Expectante, el país acompañó el anuncio realizado, el 20 de marzo, por el presidente Iván Duque, que habló de una “pandemia que había tocado nuestras vidas”. “Su efectividad depende de la solidaridad y disciplina de todos", indicó, a su vez, el ministro de Salud, Fernando Ruiz, al reforzar el mensaje. Con 196 casos diagnosticados y aún sin registro oficial de fallecidos, la cuarentena nacional era un hecho. Horas más tarde se confirmaba la muerte del primer colombiano, el taxista Arnold de Jesús Ricardo Iregui, de Cartagena. 100 días después del inicio del confinamiento, el país supera los 100 mil casos y 3.500 muertos, y apenas se avanza en el ascenso de la curva epidemiológica, retrasada para ganar tiempo en la preparación del sistema de salud.

La flexibilización del aislamiento con la reactivación de sectores económicos aceleró el contagio y, además, envío una señal de relajamiento a distintos grupos poblacionales. Los comprobados y reiterados retrasos en la práctica de pruebas, información sobre diagnósticos y atención a pacientes a cargo de EPS y laboratorios, que están desbordados ante la demanda de sus usuarios, también afectó la estrategia de las autoridades de salud para contener la proliferación del virus. Las limitaciones en la entrega de auxilios alimentarios a población vulnerable no facilitó un cumplimiento estricto de la cuarentena, pero la supervivencia de estos ciudadanos de escasos recursos no está en discusión. Lo que sí continúa suscitando controversias en pleno embate de la pandemia son las demostraciones de exceso de confianza y baja adherencia a las reglas de prevención básicas, como el distanciamiento social, en las que sigue incurriendo la gente al participar en sepelios masivos y festejos populares. Lección no aprendida en la que hay que insistir.

100 días de aislamiento parecen mucho, pero en el propósito de salvar vidas, entre ellas la propia, no se puede sucumbir a la tentación de rendirse o renunciar a seguir estando firme en el acatamiento de las normas. Nadie puede desanimarse ni caer en la falacia de que las medidas no están siendo efectivas para contener las dinámicas de transmisión del virus. Usar tapabocas, lavarse las manos y aplazar indefinidamente la vida social – manteniendo a raya, en lo posible, todas las cadenas de contactos – es responsabilidad de todos. Pero no basta que lo haga una sola persona del núcleo familiar, como por ejemplo el abuelo que está encerrado en el último cuarto de la casa desde mediados de marzo. Su sacrificio será inútil si todos los integrantes de una familia no se comprometen a ser cuidadosos con su comportamiento cuando salen a la calle a trabajar o a realizar diligencias indispensables. Lo demás, como las reuniones, fiestas, paseos, celebraciones, entre otros eventos sociales, deben estar suspendidos. La gente está enfermando y muriendo por COVID-19 en Barranquilla y el Atlántico. Cada vez son más las personas conocidas, cuyos seres queridos, amigos, vecinos y compañeros de trabajo han fallecido durante las últimas semanas. Una tragedia tremenda, pero real.

Empecemos a entender, porque el virus se va a quedar por un largo tiempo, que el distanciamiento social no es cuestión de uno solo, sino de grupos. Si una persona se arriesga todo su entorno cercano está en peligro. No es una medida personal, es una estrategia colectiva para salir victorioso frente al contagio y a un desenlace fatal. Este virus no perdona a quien rompe las reglas, así que hay que persistir todo lo que haga falta.