Indignadas, no podría ser de otra manera, se encuentran hoy las miles de víctimas de Salvatore Mancuso, exlíder de las Autodefensas Unidas de Colombia, ante el anuncio de su inminente deportación a Italia que podría ocurrir antes del próximo 4 de septiembre, según lo ordenado por un juez de la Corte del Distrito de Columbia, Estados Unidos.
Mancuso, extraditado a ese país en mayo de 2008 con otros 13 exjefes de las AUC durante el Gobierno de Álvaro Uribe, cumplió en marzo de este año su condena por narcotráfico. Desde entonces ha permanecido detenido por las autoridades migratorias más de los 90 días que estipulan los protocolos como plazo máximo, lo que se considera ilegal. Por eso lo deportan. Hubo un acuerdo.
Una vez pise suelo italiano, Mancuso será un hombre libre al no tener deudas pendientes con la justicia de ese país, confirmó el procurador Nicola Gratteri, toda una institución en la lucha contra la mafia calabresa, una de las organizaciones de narcotráfico más importantes del mundo que tiene vínculos con el crimen en Colombia. Jaime Paeres, abogado de Mancuso, le dijo a EL HERALDO que la deportación de su cliente es “garantía para las víctimas, más que para la propia vida de él”, y reiteró el compromiso del exjefe paramilitar de ponerse a disposición de la justicia colombiana de manera inmediata tras su llegada a Italia. ¿Será verdad?
Las víctimas no lo creen. No tendrían por qué hacerlo. Sienten que su incesante búsqueda de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición, que parecía estar a punto de llegar a buen puerto con el regreso de Mancuso, hoy se ve truncada por su deportación. Una vez más la pérdida de la certeza, de la confianza en las instituciones, en el sistema, en la justicia, en el Estado, al que acusan de actuar con negligencia, de no haber hecho lo suficiente en relación con los trámites de extradición para asegurar que su más cruel verdugo volviera a cumplir sus condenas y a responder por sus miles de delitos pendientes, una deuda impagable.
Estremecedora impotencia afrontan hoy estos hijos del Caribe colombiano que durante años han soportado el inenarrable sufrimiento al que fueron sometidos por los escuadrones de la muerte del paramilitarismo comandados por los Castaño, Mancuso, Tovar, Giraldo, entre muchos otros. Amparadas y financiadas por integrantes de las fuerzas armadas, sectores políticos y gremios económicos, todo un ‘para-estado’ cómplice e indolente, estas estructuras sanguinarias, verdaderas máquinas de matar, expandieron su acción criminal por los departamentos de la Costa en los que asesinaron, torturaron, desaparecieron y despojaron de sus tierras a miles de personas desde los años 90.
¿Quién nos va a responder ahora?, se pregunta Alfonso Castillo, vocero del Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes del Estado, Movice. Es el mismo clamor que hoy se escucha en Córdoba, donde lamentan que seguirán sin saber qué pasó con los desaparecidos, mientras que en Pichilín, Sucre, sobrevivientes de la masacre ocurrida hace 23 años, más que reparación demandan verdad para sanar el alma. Con tristeza, en Chibolo, Magdalena, y en los Montes de María, en Bolívar, las victimas coinciden en que la justicia flaquea cuando se trata de velar por los derechos de los más vulnerables.
Un mensaje lapidario en un momento de extrema complejidad en el que las amenazas, actos intimidatorios y hechos criminales de los herederos del paramilitarismo se reeditan con fuerza en los Montes de María, sur de Córdoba, La Guajira o Magdalena, donde a los líderes sociales y reclamantes de tierras los están matando.
El Gobierno colombiano que intenta in extremis evitar la deportación de Mancuso a Italia tiene que comprometerse a que, si esto llega a suceder, pondrá a disposición de la justicia de ese país todos los medios posibles para garantizar que el exjefe paramilitar continúe aportando a la verdad en los procesos en los que está vinculado, como su defensa anticipa.
Dolor de patria debería sentir Colombia por seguirle incumpliendo a sus víctimas, que han creído una y otra vez que es posible obtener un poco de verdad o justicia, al menos, para resarcir sus interminables padecimientos. Hoy con voz bajita y entrecortada, con un inmenso pesar, dicen que se sienten derrotadas, casi condenadas a seguir siendo víctimas de por vida. Vergüenza.