120 mil personas han sido desparecidas forzadamente en Colombia durante los últimos 50 años, según la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD). Un crimen infame testimoniado por el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), que lo considera “una de las prácticas represivas más atroces de las que se han valido regímenes y organizaciones para imponer su control y su poder. Una forma de violencia capaz de producir terror, de causar sufrimiento prolongado, de alterar la vida de familias por generaciones y de paralizar a comunidades y sociedades enteras”.
Hoy en el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas resulta un imperativo moral que cada colombiano evoque, como si fuera propio, este doloroso drama que ha marcado la vida de hogares de todas las condiciones socioeconómicas del país, regiones y orillas ideológicas. Es perentorio hacerlo porque, como destaca Naciones Unidas en este 2020, “la desaparición no es un hecho del pasado”. Sobre todo en Colombia.
En 2019, de acuerdo con el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), se presentaron 93 nuevas desapariciones, y desde la firma del Acuerdo de Paz en 2016 cada cuatro días documentaron un hecho de este tipo vinculado con el conflicto armado, en total 466 casos. Sin embargo, esta cifra –lo reconoce el propio organismo humanitario– se encuentra por debajo de la dimensión de esta incalculable tragedia que, como tantas otras relacionadas con la violencia, mantiene subregistros significativos.
Difícil imaginar una pena mayor que la de una madre que todos los días durante años se levanta y acuesta pensando si su hijo desaparecido estará muerto o aún, gracias a un milagro que su corazón aguarda, seguirá con vida. Una ambigüedad entre la presencia y la ausencia sostenida del ser amado.
Un castigo innombrable que sigue ocurriendo en zonas urbanas y rurales: una macabra estrategia empleada por los violentos para “invisibilizar sus crímenes y garantizar su impunidad o de distorsionar las cifras producto de sus acciones”, según el CNMH.
En Colombia, grupos armados ilegales, principalmente paramilitares y guerrillas, así como agentes del Estado, son responsables de miles de desapariciones. Ante un tormento tan profundo que no encuentra alivio ni consuelo, ni siquiera con el paso del tiempo, la verdad se convierte en la mayor aspiración de las personas, cuyos seres queridos fueron desparecidos. Conocer la verdad de lo sucedido con sus allegados es una forma de sanar, de cerrar heridas abiertas durante años de duelos inconclusos y aflicciones que los consumen en vida. No tratan de maquinar maquiavélicas venganzas ni buscan sentencias perpetuas, las víctimas solo desean la verdad para recuperar su dignidad humana, perdida por tanta iniquidad.
Lo deberían saber los perpetradores de crímenes, que buscan todo tipo de argucias jurídicas para evitar dar a conocer su verdad. Los hechos están ahí: el exlíder de las AUC Salvatore Mancuso, a punto de ser deportado a Italia, y los exjefes de las FARC, a quienes una víctima, doña Carmenza López, viuda del edil de Sumapaz, Guillermo Lean Mariño, asesinado por esta guerrilla, les negó un abrazo de reconciliación, no sin antes pedirles que contaran la verdad sobre su caso. Un asunto de elemental justicia que reclama el corazón sufriente de tantas víctimas.
Que no se olvide jamás la heroica lucha de estos miles de colombianos contra la desmemoria y la indiferencia en un país, en el que cada nuevo hecho más cruel y despiadado desplaza al anterior, como si no existiera fondo. #NiUnaDesapariciónMás es el clamor que hoy, mañana y siempre debiera recorrer cada rincón de la nación para saber qué pasó con los que hoy no están entre nosotros, pero fundamentalmente para evitar que más personas desaparezcan.
Como hoy lo recuerdan los campesinos del sur de Bolívar en las páginas de EL HERALDO, “merecemos vivir en paz”, que este anhelo sea una realidad y que las victimas puedan ser dignificadas, es una descomunal tarea que requiere la voluntad de todos.