Luego de su desafortunada experiencia, Dalila Peñaranda, la pediatra agredida por personas que participaban en una prolongada y ruidosa fiesta en un edificio del norte de Barranquilla, llamó a los ciudadanos a resolver sus diferencias con respeto. Es la regla básica de una sana convivencia en comunidad, especialmente la que debe caracterizar las relaciones entre quienes comparten espacios comunes, como un edificio, un conjunto residencial o una urbanización.
Son enormes los retos que plantea esta convivencia, y aunque existen normas que regulan el régimen de propiedad horizontal, consignadas en la Ley 675 de 2001, estas no previenen los conflictos que surgen a diario, e incluso se quedan cortas para ofrecer soluciones a los problemas más frecuentes relacionados con la indebida tenencia de mascotas, ruidos generados por obras y reparaciones en días y horarios no permitidos, vehículos mal parqueados y excesos en las celebraciones con fiestas de varios días, shows musicales en vivo y hasta riñas o escándalos protagonizados por los asistentes alicorados a esos eventos.
Ni siquiera durante la pandemia, en la que han estado vigentes restricciones para actividades sociales según lo decretado por el Gobierno nacional, determinados arrendatarios o propietarios de viviendas en edificios o conjuntos residenciales han mostrado la más mínima disposición para acatar las medidas. Acostumbrados a hacer valer sus derechos a toda costa, incluso pasando por encima de sus vecinos, estos ciudadanos suelen ser incapaces de reconocer o cumplir los deberes y responsabilidades que les corresponden. Haciendo gala de una altanería patológica terminan irrespetando a quienes se atreven a cuestionarlos o simplemente llevarles la contraria. Convivir con estos personajes resulta lo más parecido a cruzar un terreno minado en el que cualquier ‘mal paso’ puede desencadenar un cataclismo.
El Comité de Convivencia, mecanismo establecido por la legislación de la propiedad horizontal para dirimir controversias entre vecinos, no cuenta con ‘dientes’ para sancionar a quienes vulneren el manual de convivencia. Los integran, si es que logran conformarlos, habitantes de la misma copropiedad que muchas veces no saben cómo o no tienen ganas de ocuparse de los conflictos que dinamitan la tranquilidad del edificio o el conjunto.
¿A quién le queda el ‘chicharrón’ de poner la cara y solucionar las ‘batallas’ que en ocasiones se libran entre vecinos? A los administradores y hasta los vigilantes sometidos a las más insólitas presiones e intereses. Agremiaciones de administradores aclaran el alcance de sus funciones, entre ellas establecer procedimientos y generar controles, pero dicen que no pueden impedir que ocurran actos de violencia como el del edificio La Ría, en el que la pediatra Peñaranda y la señora Carmen Pérez fueron golpeadas. Tampoco pueden prohibir el ingreso de personas a las unidades privadas de los residentes.
Está claro que son los propietarios los que deben usarlas de acuerdo con lo establecido por la ley absteniéndose de “producir ruidos, molestias y actos que perturben la tranquilidad de los demás propietarios u ocupantes o afecten la salud pública”. Si no lo hacen, ¿qué queda? La Policía. Esta debe acudir de manera inmediata, también lo contempla la ley, al llamado del administrador o de un copropietario. La señora Peñaranda lo hizo, y si no hubiera sido por ese uniformado, que la protegió de sus agresores, quién sabe que habría podido ocurrir.
Sin embargo, muchas veces la Policía nunca llega, se demora o algunos de sus integrantes se dejan sobornar y se retiran como si nada. Tampoco las querellas frente a vecinos abusadores se resuelven de manera oportuna en inspecciones de Policía.
Congresistas proponen, ante los reiterados conflictos de convivencia, una reforma del régimen de propiedad horizontal para actualizar la ley que está a punto de cumplir 20 años. Sin embargo, mejorar las relaciones entre vecinos, más que normas –que son importantes– o un policía vigilando cada apartamento, requiere la construcción de una cultura ciudadana con responsabilidad social, capaz de cambiar hábitos y comportamientos para enseñar a vivir en comunidad. ¿De qué vale tener una copropiedad con acabados de lujo si el irrespeto manda? El ejercicio pleno de los derechos individuales, sin vulnerar los de los otros es garantía de calidad de vida.