La Región Caribe no se puede quedar sin líderes sociales, políticos y comunales, ciudadanos ejemplares dedicados a trabajar por el desarrollo y bienestar de su gente. Colombia tampoco, pero al paso que vamos la macabra estrategia de los armados ilegales para arrasar con los liderazgos en los territorios, y acabar los procesos surgidos desde la ciudadanía, nos va a dejar sin ellos.

81 líderes fueron asesinados en el primer semestre de 2020 en el país, y además en su contra se registraron 248 hechos de violencia, indicó la Misión de Observación Electoral (MOE) en un informe, en el que denuncia agresiones, cada vez con mayor letalidad contra estas personas, que “no cesan, ni se ven reducidas sustantivamente”.

Cuando matan o atacan a uno de estos líderes, los victimarios envían un mensaje aniquilador en contra de la defensa de los territorios, la protección de los recursos naturales, el trabajo por la restitución de tierras, la lucha para erradicar actividades ilícitas, la construcción de la paz, el tejido social o el cumplimiento de los derechos de mujeres, víctimas y población Lgbti, tareas que con vocación infinita realizan bajo el acecho de grupos armados y otras formas de ilegalidad.

La repudiable oleada de crímenes, “una tragedia en términos locales” a juicio de la MOE, no paró ni siquiera durante el confinamiento por la pandemia del coronavirus. Esta crisis de proporciones humanitarias responde a un fenómeno de violencia acelerado desde 2016 con la reacomodación de grupos al margen de la ley en torno a economías ilícitas, principalmente narcotráfico y minería ilegal, en zonas antes controladas por las Farc, en las que buscan ejercer control territorial.

Un conflicto vigente en plena reconfiguración, concentrado en Cauca, Arauca, Norte de Santander, Antioquia y Córdoba, que se ensañó con los líderes sociales hasta silenciar e invisibilizar su labor. Los victimarios, con sus monstruosos crímenes, y ante la histórica debilidad institucional, han encontrado un método despreciable para hacerse con el poder. El asesinato de líderes étnicos y mujeres, asociado a una violencia estructural de género, causa adicionalmente un efecto devastador entre estos grupos poblacionales, al disuadirlos de participar en “los espacios de toma de decisiones y gobierno”.

En la Costa, 16 líderes fueron asesinados en los seis primeros meses del año: 12 sociales, 3 políticos y 1 comunal. Entre ellos, 5 en Córdoba, 5 en Bolívar, 2 en Cesar y 1 en Magdalena. Además, el reporte documentó al menos 47 hechos violentos en la Región, el 45% de ellos en los departamentos mencionados y en La Guajira.

Resulta alarmante lo que ocurre en el sur de Córdoba, un territorio disputado por las Autodefensas Gaitanistas, AGC, y Los Caparrapos, donde aumentaron en un 400% los crímenes de líderes sociales, al pasar de 1 en el primer semestre de 2019 a 5 en el mismo lapso de este año. También es crítico el deterioro de la situación en el Sur de Bolívar, donde el ELN es muy fuerte y existe una presencia importante de las AGC. En Cesar, la letalidad de las amenazas va en aumento y en La Guajira hay riesgos latentes. Mientras más se fortalece el accionar violento de los grupos armados ilegales, más expuestos se encuentran los liderazgos.

Reconocer la labor de los líderes sociales, garantizar respaldo del Estado, y de la sociedad civil, y acompañarlos en su papel como articuladores de una comunidad alrededor de sus necesidades e intereses es una forma de velar por su cuidado ante los distintos actores. Cada zona, golpeada por formas de violencia, tiene una realidad diferencial que exige una atención propia, y son sus líderes, que a diario las afrontan, quienes tienen las claves para superarlas. Definir formas de protección e integridad para su labor y, especialmente, para sus vidas es prioritario. Sin ellos, no es posible construir país ni democracia.