Mil millones de personas, el 15% de la población mundial, tienen alguna forma de discapacidad. La pandemia de Covid-19 agravó su exclusión estructural, limitando aún más sus posibilidades de acceder a servicios médicos, educación, opciones laborales y las dejó expuestas a posibles abusos y violación de sus derechos durante el confinamiento en instituciones públicas o privadas, centros psiquiátricos, sitios de reclusión e incluso en sus propios lugares de residencia.
Sin apoyo adicional o medios para obtener servicios diarios durante esta crisis sanitaria, muchas personas con discapacidad afrontan un doble riesgo por las enfermedades de base que padecen, mientras que otras –por distintas razones vinculadas al largo periodo de encierro y aislamiento– incrementaron sus problemas físicos, sicológicos y emocionales. Las dificultades económicas obligaron a muchos hogares a renunciar a cuidadores o enfermeras para atender a sus familiares con discapacidad. Adicionalmente, quienes dejaron de trabajar disminuyeron de manera parcial o total sus ingresos, lo que ha causado un enorme impacto en su economía familiar o en sus aspiraciones de vivir de forma independiente.
A lo largo de estos últimos meses, el deterioro en su calidad de vida es evidente, especialmente en el caso de los menores en edad escolar. La mayoría de ellos, no pudieron seguir cursando programas escolares por el cierre de las instituciones educativas, ni siquiera de manera virtual porque no cuentan con el equipo adecuado, acceso a Internet o el acompañamiento profesional idóneo para adelantar estos procesos en casa. Sin otras opciones, niños y jóvenes con discapacidad se están quedando atrás en su formación. Asimismo, muchos de ellos tampoco están recibiendo ningún tipo de atención en salud ni las terapias, tratamientos o medicinas requeridos por su condición.
La violencia física y sexual es otra amenaza a la que se enfrentan las personas con discapacidad, principalmente mujeres y niñas en pandemia. Para ellas, denunciar y acceder a medidas de protección es un asunto complejo por los múltiples escollos a superar en tiempos normales, mucho más ahora por las actuales restricciones producto de la emergencia
Estado y gobiernos locales, además de promover la inclusión social, laboral y educativa de la población con discapacidad en nuestro país, tienen la responsabilidad de prestarles servicios de salud, sobre todo a las más vulnerables, y de ofrecerles información en lenguaje de señas, y en modos, medios y formatos accesibles para que puedan conocer la evolución de la pandemia y ser parte de las estrategias de respuesta.
Garantizar la inclusión de las personas con discapacidad exige de gobiernos, entidades públicas y privadas, así como de organizaciones de la sociedad civil, el reconocimiento y protección de sus derechos para involucrarlos en la toma de decisiones asegurando su plena participación. Escuchar su voz y visibilizar su realidad son importantes.
Superar las barreras urbanísticas, arquitectónicas o las que limitan la movilidad de esta población en medios de transporte es posible si se avanza en una concepción de accesibilidad universal con igualdad de oportunidades. La meta es edificar lo nuevo y adaptar lo existente a las necesidades de todos los ciudadanos: servicios, equipamientos, estructuras y condiciones administrativas y legales. Sin embargo, el gran desafío va más allá. Cada uno de nosotros debe ser capaz de derribar las intolerables barreras que excluyen, discriminan y estigmatizan a las personas con discapacidad sometiéndolas a injusticias, desigualdad y exclusión. La plena inclusión es el único camino para construir un mundo más igualitario en el que realmente quepamos todos.