Tras la tormenta no siempre llega la calma. Un descomunal desafío le espera al presidente electo y ratificado por el Congreso, el demócrata Joe Biden, al frente de Estados Unidos, un país roto por el populismo nacionalista y la demagogia de un peligroso personaje como Donald Trump, quien preso en su propia megalomanía no ha hecho otra cosa que poner en jaque a una de las democracias más fuertes del mundo durante su gobierno. El violento asalto al Capitolio, casi un golpe de Estado, perpetrado por hordas de energúmenos partidarios de sus incendiarias teorías conspirativas, revalidó el dañino poder del discurso del odio que él ha alentado y encendió las alarmas frente a la polarización que gravitará sobre el rumbo político, social y económico de una nación erosionada en sus pilares institucionales.
La asonada contra el Congreso, epicentro de la democracia del país –justo cuando se estaba certificando el triunfo electoral de Biden– no fue el acto espontáneo de unos excéntricos individuos, integrantes de grupos de ultraderecha o supremacistas blancos o de movimientos de desobediencia civil. Este ataque saldado con cinco muertos, decenas de heridos y detenidos, en medio de fuertes cuestionamientos por la actuación de las fuerzas de seguridad, fue el resultado de cuatro años de posiciones incendiarias, políticas irresponsables y actuaciones temerarias, con nombre propio, que carcomieron las bases de la convivencia ciudadana en Estados Unidos. No hay duda que funcionó la insensata, pero bien calculada estrategia de Trump para desatar el caos en el momento que más le convenía, sellando así su impronta de mentiras, manipulaciones y alucinantes acusaciones repetidas durante cuatro años, en los que hasta se dio el lujo de negarse a reconocer, hasta último minuto, la victoria de su adversario en los comicios presidenciales, principio básico de una contienda electoral democrática.
Aún con los manifestantes destrozando ventanas y puertas, ingresando violentamente al hemiciclo, ocupando las salas de sesiones de ambas cámaras y cometiendo todo tipo de actos vandálicos, Trump justificaba los desmanes e insistía en que le habían robado las elecciones, en las que había logrado “una victoria aplastante”. Acosado por el clamor de distintos sectores que pidieron su destitución o enjuiciamiento por su responsabilidad en el asedio al Capitolio, y tras la ratificación del triunfo electoral de Joe Biden por el Legislativo, Trump dio su brazo a torcer y se comprometió con una "transición ordenada el 20 de enero”. Y se marchará sin acudir a la ceremonia de juramento de Biden, rompiendo una tradición de más de 150 años que simboliza el traspaso pacífico del poder. Talante antidemocrático hasta el final.
El mandato de Trump será historia en pocos días, pero su estela no se disipará fácilmente y, por el contrario, seguirá lesionando la armonía de un país fragmentado por las profundas diferencias económicas, sociales y raciales, que él mismo agudizó, y en el que más de 77 millones de ciudadanos que votaron por él, en claro respaldo a su forma de gobierno autoritario, deberán ser tenidos en cuenta en el arduo proceso de reconstrucción liderado por Joe Biden y Kamala Harris.
Los nuevos gobernantes tendrán a su favor el control de Senado y Cámara, pero no será suficiente para sanar las heridas de una nación en pie de lucha en defensa de sus posiciones antagónicas. El Partido Republicano será pieza fundamental de este proceso, vale recordar que muchos de sus dirigentes más reconocidos, desde hace tiempo, partieron cobijas con el despótico Trump. La sociedad entera también deberá poner de su parte y arropar a la dupla Biden-Harris para encauzar la senda perdida.
El vergonzoso episodio del ataque al Capitolio revela las peligrosas consecuencias de los extremismos a los que conducen la demagogia y el populismo, que no son exclusivos de ninguna orilla ideológica. Derecha e izquierda saben usarlos a su acomodo para distorsionar la verdad, crear sus propias realidades y ‘entronizar’ a sus caudillos. Que sus perversos efectos no se olviden de cara al 2022.