En Colombia, donde más de 500 mil niños menores de 5 años sufren desnutrición crónica y 15 mil padecen desnutrición aguda severa, datos de la más reciente Encuesta Nacional de Situación Nutricional, se pierden y desperdician cada año cerca de 10 millones de toneladas de alimentos, el equivalente al 34% de la producción total, de acuerdo con un análisis realizado por el Departamento Nacional de Planeación (DNP).

El estudio, que es de 2016, pero se mantiene vigente según el Banco de Alimentos de Colombia, precisa además que las mayores pérdidas ocurren en las cadenas de frutas y vegetales y en las etapas de producción, poscosecha y almacenamiento y procesamiento industrial. Esta descomunal cantidad de productos tirada a la basura sería suficiente para dar alimento a 8 millones de personas al año.

En la pandemia, esta organización logró ‘rescatar’ miles de toneladas de comida en buen estado, aptas para el consumo, para alimentar a 1.7 millones de colombianos en condición de vulnerabilidad. Una lucha diaria que merece toda la visibilidad y respaldo porque apuntala uno de los grandes objetivos de desarrollo sostenible: alcanzar la meta de desperdicio cero que en Colombia está plasmada en una ley para prevenir la pérdida de alimentos.

Nadie pone en duda que la pandemia con sus ruinosos efectos sanitarios, económicos, sociales y ambientales ha venido acrecentando la inseguridad alimentaria y nutricional de los hogares más vulnerables del país. Antes de la actual crisis, esa prevalencia era del 54,2%, es decir, uno de cada dos hogares no contaba ni podía acceder a alimentos de manera suficiente y estable para garantizar un consumo permanente en cantidad y calidad, y de esa proporción el 13,8% afrontaba inseguridad alimentaria moderada y el 8,5%, severa, especialmente en la ruralidad donde la prevalencia alcanzaba el 64,1%.

A la pérdida masiva de empleos e ingresos, el deterioro del mercado laboral, la desaceleración económica por la parálisis de diferentes actividades productivas y el desplome de la demanda, entre otras consecuencias del choque sin precedentes ocasionado por la emergencia sanitaria, hay que sumarle la afectación de los sistemas alimentarios con problemas en las cadenas de suministro, oferta de productos y precios, que en algunos casos perdieron valor y en otros se encarecieron, quedando por fuera del alcance de los consumidores de menores recursos e impactando negativamente su calidad de vida.

La encuesta Pulso Social del Dane reveló que 2,3 millones de hogares consumieron dos o menos comidas al día en el país en octubre; mientras que en Barranquilla, según el sondeo Mi Voz Mi Ciudad, 3 de cada 10 ciudadanos consultados aseguraron que algún miembro de su hogar pasó hambre por falta de recursos durante noviembre.

Es un hecho incontestable que la pandemia desencadenó una considerable reducción en la ingesta de comida de las familias socavando aún más su derecho a la alimentación y exacerbando las persistentes y lacerantes brechas en materia de salud alimentaria y nutricional en el territorio nacional, donde, entre 2016 y 2019, murieron casi mil menores de edad por factores asociados a la desnutrición aguda.

Una realidad inaceptable en un país donde se estima existen 114 millones de hectáreas cultivables. A pesar de los muchos esfuerzos de organizaciones que trabajan para mitigar el hambre de los colombianos más frágiles, la fotografía continúa siendo desalentadora por los resultados insuficientes.

2021 fue declarado por la ONU como el Año Internacional de las Frutas y Verduras. Una ambiciosa apuesta para crear conciencia frente al intolerable desperdicio de alimentos en el mundo que alcanza la escandalosa cifra de 1,300 millones de toneladas, es decir, un tercio de los alimentos producidos para consumo humano. El hambre mata, pero la obesidad también y este es uno de los mayores factores de riesgo para la covid-19