Cada nueva crisis ambiental confirma el perturbador estado de un planeta al límite por la explotación irracional de sus recursos naturales, lo que ha provocado la alteración del clima en diferentes latitudes, la progresiva pérdida de biodiversidad y una creciente contaminación que amenazan la viabilidad de la especie humana. Difícil entender cómo el hombre acelera su propia autodestrucción negándose a transformar sus patrones de producción y consumo, desconociendo que cerca de nueve millones de personas mueren anualmente por enfermedades relacionadas con la contaminación, de acuerdo con estimaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

No se trata de grandilocuentes discursos catastrofistas, sino de realidades inobjetables que desencadenan más miseria y desigualdad en naciones pobres y extremadamente vulnerables a fenómenos meteorológicos, cada vez más extremos y recurrentes. Episodios que no son ajenos a países con economías fuertes como España, donde la borrasca Filomena, a principios de este año, causó pérdidas por más de 2 mil millones de euros en apenas unas pocas horas; o Estados Unidos, azotado durante estos días por un histórico temporal de nieve y frío con decenas de muertos y millones de afectados.

La devastadora acción humana contra la naturaleza deja estragos absolutamente vergonzosos como el riesgo de extinción que afrontan más de un millón de especies de plantas y animales; el vertimiento cada año en el agua de 400 millones de toneladas de metales pesados, sustancias tóxicas y otros desechos industriales; la muerte de 400 zonas marinas por la desaparición del oxígeno; la multiplicación por diez, en solo 40 años, de la contaminación del mar con plásticos, o la degradación de los suelos que vulnera la seguridad alimentaria de 3.000 millones de personas.

El crecimiento de la economía mundial quintuplicada durante el último medio siglo no se compadece con el precio que paga el planeta sometido a la implacable extracción de sus recursos naturales y energía multiplicada por tres en este lapso. Como si fuera poco, cada vez somos más – cerca de 8 mil millones de personas–, de las cuales 1.300 millones son pobres y 700 millones padecen hambre.

Si la humanidad sigue a este ritmo, advierte la ONU, como si librara una “guerra suicida contra la naturaleza”, no habrá futuro sostenible y estaremos más cerca de un incremento en la temperatura global de al menos 3 grados Celsius para finales de este siglo, cuota inicial de una debacle ambiental en el planeta.

“Hacer las paces con la naturaleza” no solo es el título de un escalofriante, pero revelador informe del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), es también la única salida que tenemos para proteger lo que aún queda y restaurar todo el daño causado. Si cada persona no da pasos significativos en sus hábitos, desde cambiar la forma de comer, generar energía, transportarse, cultivar o consumir bienes, no será posible ponerle freno al deterioro ambiental y la degradación de los ecosistemas.

Debe ser compromiso permanente de los gobiernos del orden nacional y en los territorios liderar cambios radicales e inmediatos en los comportamientos económicos, sociales e individuales de los ciudadanos para proteger los recursos, a través de políticas y planes de largo aliento. Un cambio de rumbo útil y rentable que ayudará a enfrentar la pobreza, garantizar la seguridad alimentaria y la salud de las personas. ¡Manos a la obra!