Como nunca antes, la pandemia agravó la situación de exclusión social y pobreza de millones de personas en Colombia causando un impacto sin precedentes en la desigualdad y el empleo, lo que deterioró sus condiciones de vida y capacidad de subsistir al día. Hogares cada vez más precarizados endeudándose para mantenerse a flote. Aunque el año pasado cerca de 1,6 millones de adultos solicitaron por primera vez un producto financiero y 2,3 millones reactivaron los que alguna vez habían adquirido, entre otras razones para recibir el pago de los programas gubernamentales Ingreso Solidario y la devolución del IVA, los ciudadanos más vulnerables desconfían del sector financiero del que dicen no les ofrece productos o servicios diseñados a su medida que les ayuden a resolver sus necesidades económicas cotidianas.
Por falta de educación financiera, desconocimiento de cómo operan los servicios en línea, carencia de recursos digitales para acceder a ellos y, sobre todo, por los elevados costos financieros, trabajadores informales, independientes y microempresarios huyen despavoridos de las entidades bancarias y terminan atrapados en los tentáculos de las redes criminales de los ‘pagadiarios’ o prestamistas del ‘gota a gota’. Apelativo que les cae como anillo al dedo porque eso es lo que hacen: exprimir ‘gota a gota’ a quienes sin más opciones en un momento de premura económica recurren a ellos para resolver el mercado, el arriendo o el arranque de un negocio, y terminan sometidos al pago diario de unos créditos insufribles con intereses entre 20% y 30% que superan hasta doce veces los de un microcrédito o préstamo formal.
Sin regulación de ningún ente de control por ser una práctica ilícita, las víctimas de estas organizaciones quedan expuestas a terribles hechos violentos -prenda de garantía de la riesgosa transacción- que van desde amenazas hasta asesinatos, pasando por el ‘embargo’ de los bienes de quienes no tienen cómo devolver lo prestado. Con temibles figuras como los ‘retacadores’, encargados de intimidar a los deudores, estas estructuras criminales construyen emporios económicos con capacidad de recaudar $18 millones al día y ‘blanquear’ $10 mil millones como hizo la organización desmantelada hace pocos días en el área metropolitana de Barranquilla convertida en la primera de este tipo en ser judicializada por lavado de activos a partir de la configuración de usura, en conexión con enriquecimiento ilícito.
Importante golpe que debe replicarse en todo el país para enfrentar un fenómeno descomunal vinculado al narcotráfico y a otras formas de economía ilegal, liderado por bandas criminales que franquician el ‘negocio’ en las regiones y operan como multinacionales en otros países. Sin embargo, esta no es la única tarea pendiente que tiene la institucionalidad frente a esta quimera del dinero fácil y rápido transformada en una aterradora pesadilla para quienes caen en ella. El ‘pagadiario’, una de las máximas expresiones de la celada de la pobreza que les impide a las personas salir de este círculo vicioso, exige del sistema bancario y del mismo Estado un mayor compromiso para ayudarlas a romper con una vida de esclavitud financiera condenada a la exclusión social.
Si la banca defiende que la inclusión financiera es una herramienta útil para reducir pobreza tiene que esforzarse mucho más para facilitar el acceso de ciudadanos de escasos recursos y habitantes de la ruralidad a servicios bancarios ofreciéndoles la posibilidad de microcréditos en condiciones favorables, y reduciendo los elevados costos asociados al sistema. En la Costa, donde la inclusión financiera está cinco puntos por debajo del promedio nacional, de 85%, y los ‘pagadiarios’ acumulan miles de víctimas, urge el desarrollo de programas de educación financiera, así como de conexión y manejo de nuevas tecnologías. Hay que simplificar el conocimiento para que más personas puedan considerar opciones distintas a las que ofrecen las redes criminales del ‘gota a gota’.