Acontecimientos alrededor del paro que centraron la atención de la opinión pública durante las últimas semanas en el país han restado relevancia a un asunto prioritario en la agenda nacional: la extrema indefensión que afrontan los liderazgos sociales en las regiones.

Este fenómeno desencadena gravísimas implicaciones en la construcción del tejido social, sobre todo en la Colombia profunda, donde un puñado de valientes le pone el pecho a diario a la barbarie de las organizaciones criminales y economías ilegales habituadas a someter a comunidades enteras a todo tipo de arbitrariedades, aprovechándose de la fragilidad institucional reinante en estas distantes zonas. Los mismos territorios en los que la vacunación llega a lomo de mula.

Las cifras reveladas por los distintos organismos que compilan los datos casi nunca coinciden, pero las tragedias siempre son las mismas. Familias rotas por el asesinato de uno o varios de sus miembros y poblaciones atemorizadas que terminan desplazándose por el accionar de los violentos. En el primer trimestre de 2021, Indepaz reportó 42 asesinatos de líderes afrodescendientes e indígenas, dirigentes campesinos, ambientales y de organizaciones de mujeres.

La Defensoría del Pueblo, por su parte, registró 34 homicidios y 123 amenazas; mientras que la Misión de Observación Electoral (MOE) contabilizó 112 hechos de violencia, advirtiendo un importante incremento de los crímenes de líderes políticos y de las amenazas contra los sociales.

Otros 41 líderes sociales y defensores de derechos humanos fueron asesinados, entre abril y junio, de acuerdo con Indepaz, elevando a 83 las víctimas mortales de estos repudiables crímenes que siguen concentrándose en la ruralidad. Preocupa constatar cómo la mayoría de estas agresiones se escenifican en los municipios PDET, regiones priorizadas en los planes de inversión pública y estrategias de desarrollo rural por ser las más afectadas por el impacto del conflicto armado y sus factores convergentes, como la pobreza, la acechanza de grupos al margen de la ley y, sin duda, la ausencia estatal.

A pesar de los esfuerzos de la institucionalidad, aún no se materializa la transformación estructural del campo colombiano ni se crean las condiciones de bienestar para mejorar la calidad de vida de sus habitantes, fundamentos de este mecanismo que busca dar cumplimiento a la Reforma Rural Integral, uno de los puntos centrales del Acuerdo de Paz, con lo que la promesa de hacer del campo un espacio de reconciliación se encuentra aún bastante lejos.

Hay que persistir en este propósito porque Colombia necesita que las cosas funcionen en la ruralidad. Si no se alcanza el desarrollo territorial, no será posible garantizar la seguridad de los ciudadanos, sobre todo la de sus líderes que continúan siendo blanco de asesinatos, amenazas y atentados en 26 de los 32 departamentos del país, especialmente en Antioquia, Cauca, Valle, Putumayo, Nariño y Chocó.

Tras un aumento de hechos letales, los liderazgos indígenas están cada vez más expuestos. La defensa de los territorios ancestrales no puede costar la vida de quienes enarbolan esta causa. Tampoco se puede minimizar el efecto de los crímenes de los líderes políticos en pleno año preelectoral, lo que debe encender las alarmas de las autoridades frente a lo que está por venir.

Es obligación de todos los organismos competentes reforzar el mayor número de acciones preventivas en los territorios, principal foco de violencia contra los liderazgos. Visibilizar lo que allí ocurre es responsabilidad de los medios de comunicación, mientras que a la sociedad entera le corresponde ejercer la defensa de estos colombianos que cumplen una labor invaluable, muchas veces como el único bastión de legalidad en medio de los desafueros y tropelías de los violentos.