El asesinato a tiros del presidente de Haití, Jovenel Moise, mientras dormía en su residencia privada junto a su esposa, confirma la profunda crisis política, socioeconómica y de seguridad que atraviesa este país, el más pobre de América Latina. El magnicidio del mandatario, en el poder desde 2017, es el más reciente y, sin duda, más grave hecho de violencia registrado en la zona metropolitana de Puerto Príncipe, la capital haitiana, donde 150 personas fueron asesinadas, otras 200 secuestradas y más de 17 mil desplazadas, en junio, debido a los cruentos enfrentamientos entre poderosas pandillas o bandas armadas que, a sangre y fuego, se disputan el control territorial de los barrios más vulnerables. Un conflicto desbordado que llevó a Moise a pedir ayuda a la comunidad internacional que hoy lamenta y condena su crimen, mientras se expresa consternada por el incierto futuro de la nación.
Pese a la declaratoria de estado de sitio ordenada por el primer ministro interino, Claude Joseph, para controlar la volátil situación de seguridad en Haití, el asesinato de Moise es una ‘bomba de relojería’ que amenaza con socavar su frágil estabilidad institucional, profundizar la confrontación política en curso desde 2018, agravar la aterradora escalada de violencia mafiosa, empeorar la emergencia sanitaria por la pandemia y, desde luego, incrementar los altísimos niveles de miseria de sus habitantes, a quienes les resulta más fácil obtener un arma que alimentos o combustible. La hegemonía del crimen que encuentra terreno abonado en la disfunción endémica del país.
Haití afronta una ‘tormenta perfecta’ que no ha dejado de crecer, tras el final del sangriento régimen tiránico de los Duvalier, alimentada por los devastadores efectos de gobiernos tolerantes con la corrupción –20 en los últimos 35 años– que dieron al traste con el orden constitucional de la nación. Esta trayectoria de extrema pobreza, corrupción sistémica y violencia crónica, recrudecida por el impacto de catástrofes naturales como el apocalíptico terremoto de 2010 y epidemias como la de cólera en ese mismo año, tampoco logró ser subsanada en lo más mínimo por el asesinado Moise. Acusado por la oposición de interpretar la Constitución a su acomodo, e incluso de querer atornillarse en el poder cambiándola en las elecciones presidenciales y legislativas de septiembre, el dirigente había ofrecido inquietantes señales suspendiendo en 2019 los comicios parlamentarios, y disolviendo el Congreso este año para gobernar por decreto, lo que acrecentó el descontento popular, las protestas sociales y el clima de inestabilidad política. Decisiones que le granjearon enemistades en distintos escenarios por su supuesta ilegitimidad al negarse a dimitir.
Hoy el mundo se solidariza con Haití tras el repudiable asesinato de su presidente, un crimen atroz –perpetrado al parecer por un comando armado extranjero- que atenta contra su orden democrático y el de toda la región, y frente al cual se hace necesaria absoluta unidad política para superar cualquier efecto perverso, e impartir justicia contra sus determinadores y ejecutores. Llamar a respetar los principios del estado de derecho o exhortar a todos los actores del país a ejercer la máxima moderación bajo las actuales circunstancias es lo más sensato, pero cuando el hambre arrecia por una descomunal inseguridad alimentaria, como ocurre en esta nación donde el 60 % de la población sobrevive con menos de dos dólares al día, los discursos deben traducirse en hechos. Es un momento excepcional para que la comunidad internacional se esfuerce por encontrar salidas solidarias, concertadas con los haitianos, que les permitan aliviar el sinvivir de miseria y violencia al que están sometidos en su territorio, donde aún esperan la llegada de las vacunas contra la covid. Haití necesita más que buenas intenciones.