Si no se adoptan soluciones estructurales para superar la recurrente problemática de sedimentación en el canal de acceso de la zona portuaria de Barranquilla, la actual declaratoria de calamidad pública –que no es la primera– tampoco será la última. Esta calamitosa situación, advertida hace semanas por el sector portuario, principal afectado por la crisis de navegabilidad, compromete seriamente la competitividad, confiabilidad y reputación de la ciudad como destino portuario nacional e internacional, y amenaza la estabilidad económica y social de 24 mil personas que derivan su sustento de esta actividad, que aporta al Atlántico el 5,1 % de su Producto Interno Bruto. Los efectos de esta compleja coyuntura en la recuperación económica –impulsada por importadores, exportadores y su extensa cadena logística que se frenó en seco debido a las serias afectaciones en la operación de la zona portuaria– no se harán esperar demasiado. Difícil encontrar un escenario más adverso en un tiempo más urgente.
Ni siquiera en el momento más álgido del confinamiento, en el que casi todos los sectores productivos del país paralizaron sus labores, el puerto se detuvo. Este siguió funcionando, cumpliendo con su quehacer de puerta de ingreso y salida de suministros clave para la ciudad, la región y la nación. Por eso, resulta desconcertante que en este punto, en el que Colombia entera está volcada a la plena recuperación de su economía para restablecer la calidad de vida de millones de ciudadanos duramente golpeados por las sucesivas crisis, la zona portuaria de Barranquilla esté prácticamente cerrada. El bajísimo calado de apenas 6,7 metros de profundidad, un registro del que no existen antecedentes, restringió el 80 % de las operaciones portuarias haciendo intransitable el paso de la mayoría de buques cargueros.
Con decenas de miles de toneladas de carga sin ingresar a la zona portuaria, una larga lista de motonaves desviadas y sobrecostos que superan los USD 6 millones durante las dos semanas de severas restricciones en la prestación de este servicio público esencial de transporte, hay que advertirle al Gobierno nacional que no es posible hablar de crecimiento económico ni desarrollo social para los habitantes de Barranquilla y Atlántico, que en últimas pagaremos los ‘platos rotos’ de esta nueva crisis, por aumentos en el valor final de productos.
Las condiciones de un calado óptimo lo son todo en un distrito industrial y portuario, como es Barranquilla, y hoy no existen. Así de claro. El que diga lo contrario, o intente minimizar el alcance de esta nueva afrenta a la ciudad, miente. Ya está bueno de intentar reanimar con pañitos de agua tibia a un moribundo que demanda tratamiento integral. La Puerta de Oro de Colombia no merece el trato dilatorio con el que se ha abordado esta gravísima crisis, ni que se le mienta con grandilocuentes anuncios que no corresponden a la realidad. ¿Hasta cuándo la conservación y mantenimiento del canal navegable va estar en manos de la Nación, que claramente omite sus responsabilidades en un asunto de crucial importancia para el devenir de la ciudad? Llevamos 30 años lidiando con esta misma incertidumbre sin criterios técnicos ni científicos, encadenando calamidades públicas y urgencias manifiestas para agilizar la contratación de dragados reactivos que eviten el cierre del puerto.
Es hora de zafarse del infortunado sino que nos subyuga a la insufrible tramitomanía burocrática, mal crónico enquistado en el excluyente centralismo que ha demostrado ser incapaz de resolver, de forma oportuna y eficiente, los retos de la zona portuaria. Autoridades, gremios y congresistas deben enarbolar con decisión y compromiso esta causa para exigir la presencia de una draga permanente con bandera colombiana y personal competente que realice mantenimientos preventivos condicionados a indicadores de servicio. También es prioritario definir una política portuaria que responda a los desafíos del río Magdalena, un cuerpo de agua vivo, con una dinámica estuarina y de transporte de litoral, sujeto al impacto del cambio climático y a fenómenos como la tala de árboles en el centro del país, lo que demanda intervenciones permanentes.
Nadie debería ser espectador pasivo de la crónica de un encallamiento anunciado por no tomar las decisiones adecuadas. Liderazgo, autoridad y transparencia, ahora que la confianza hace aguas. Llegar tarde es no llegar.