“Colombia es una olla a presión”. Las certeras palabras de la medallista olímpica Mariana Pajón, tras revelar que ella y su esposo, el también bicicrosista Vincent Pelluard, han sido víctimas de amenazas, encumbraron aún más la extraordinaria hazaña de la deportista convertida, a los 29 años, en una leyenda luego de ganar su tercera presea consecutiva –dos de oro y una de plata– en las justas deportivas más importantes del mundo. Una proeza que solo un puñado de asombrosos atletas ostenta a nivel global.

Pese a los cuestionamientos en su contra –tan insensatos como mezquinos– su decisión de no tirar la toalla, y más bien centrarse en mantener su estabilidad mental, para enfocarse en representar a la inmensa mayoría de un país que admira, respeta y valora sus esfuerzos y sacrificios, ratifica la nobleza de su espíritu combativo y, en especial, la notable entereza adquirida –desde que era una niña– para afrontar y sobreponerse a adversidades de todo tipo, incluso las físicas producto de las lesiones que estuvieron a punto de alejarla de este nuevo logro olímpico.

El camino de Mariana hasta llegar a estas justas, como el del bicicrosista Carlos Ramírez y el levantador de pesas Luis Mosquera, ganadores –por el momento– de medallas colombianas en Tokio 2020, así como el de los demás integrantes de la delegación, ha sido duro y, al mismo tiempo, ilusionante por el simbolismo de estar presente en los juegos del reencuentro y la esperanza en una de las épocas más dolorosas de la humanidad. Solo por eso, ya son parte de la historia de estas olimpiadas tan singulares, y así hay que reconocerlo.

Con un año de retraso, llegaron a las competiciones para exhibir sus méritos deportivos, pero sobre todo para reiterarnos el valor de su esfuerzo, dedicación y entrega a la hora de defender los colores del tricolor nacional. La mayor parte de ellos anhela su momento de gloria que corone las penurias de una vida de sacrificios, estrecheces y sinsabores. Sin reconocer el inmenso precio, personal o familiar, que pagan por alcanzarla, se les exige perfección absoluta a costa incluso de su equilibrio emocional. La implacable imposición de ser exitoso como única alternativa posible acarrea una insostenible presión para los deportistas de alto rendimiento, no siempre bien asimilada, como quedó demostrada con la renuncia de la mejor gimnasta del mundo, la estadounidense Simone Biles, quien valientemente priorizó su salud mental sobre nuevos logros en su carrera.

Si nuestros deportistas no cumplen las expectativas o exigencias de quienes se arrogan la potestad de ser sus jueces terminan siendo destrozados y hasta condenados en las despiadadas redes sociales, donde reductos de retestinados o inconformes patológicos, aprovechándose de la impunidad del anonimato, extienden sus insultos de lo profesional a lo personal humillándolos y agrediéndolos. Comportamientos irracionales que añaden más sal a la herida de una derrota, una caída o un mal día que todos podemos tener, y que en su caso pueden desencadenar depresión o ansiedad. A los intolerantes, que no se detienen ni por un minuto a reflexionar acerca del alcance de sus agravios, se les olvida que no son máquinas, sino seres humanos que luchan durante décadas para obtener una victoria, una medalla o un reconocimiento que asegure el futuro de su familia y brinde alegrías a todo un país.

¿En qué momento se pasó de la crítica constructiva y edificante al ‘canibalismo puro y duro’ contra quienes, como reconoció Biles, llevan “el peso del mundo sobre sus hombros” por el simple hecho de ser atletas de élite? El debate está abierto. No sólo hay que derribar el tabú de la salud mental, también urge que como sociedad reflexionemos sobre por qué, al primer traspié de nuestros deportistas, en vez de expresarles solidaridad o empatía, se arremete contra ellos demeritando lo que han conseguido. Eso no es otra cosa que vileza. Está claro que los “demonios en la cabeza” no solo acorralan a los grandes atletas.